Un relato judío
Hay un relato judío
recogido por Martin Buber, en el que se pone claramente de manifiesto el dilema
de la condición humana. Un hombre culto había oído hablar del rabino Berdichev,
lo visitó para disputar con él -como tenía por costumbre-, y desmontar sus
obsoletos argumentos en pro de la verdad de su fe. Cuando entró en el cuarto
del saddiq (término arábigo que
significa “santo”, “justo”), lo encontró paseando de un lado a otro con un
libro en las manos. Por fin se detuvo, miró al visitante fugazmente y dijo:
“Pero quizás sea verdad”. Al erudito le temblaban las piernas de lo temible que
le resultaba contemplar al saddiq y
escuchar la sencilla frase que acababa de pronunciar. El rabino Leví Yizjaq se
giró por completo hacia él y le dijo sereno: “Hijo mío, los grandes de la Torá
con quienes has disputado malgastaron sus palabras contigo: al marcharse, te
reíste de ellas. No fueron capaces de hacer ostensible para ti la existencia de
Dios y de su reino, y yo tampoco puedo. Pero no olvides, hijo mío, que quizás
sea verdad”. El ilustrado movilizó su más íntima energía para replicar, pero
ese terrible “quizás”, que una y otra vez reverberaba hacia él, quebró su
resistencia (cfr. Benedicto XVI, El
credo, hoy, p. 30).
Aquí se describe de
forma muy precisa la situación del hombre ante el problema de Dios. Nadie puede
demostrar a otro la existencia de Dios y de su reino; ni siquiera el creyente
puede demostrársela a sí mismo. Pero por muy justificada que se sienta por
ello, la incredulidad no podrá librarse de la comezón de que “quizás sea
verdad”. El “quizás” es la ineludible tentación de la que la incredulidad no
puede escapar.
Tanto el creyente
como el no creyente participan, cada uno a su manera, de la duda y de la fe.
Nadie puede sustraerse por completo a la duda, nadie puede sustraerse por
completo a la fe; para uno, la fe se hará presente contra la duda; para otro, a través de la duda y en forma de duda. La duda preserva,
tanto a uno como a otro de encerrarse en lo propio. La duda impide a ambos ser
del todo autosuficientes: al creyente lo abre al no creyente, y al no creyente
al creyente. Para uno, la duda es su modo de participar en el destino del no
creyente; para el otro, la forma en la que la fe, a pesar de todo, sigue
representando un desafío para él (cfr. Ibidem
pp. 30-31).
El creyente tiene
sus dudas, y es normal; pero el no creyente también tiene las suyas, duda de su
propia falta de fe; le acucia la pregunta ¿no será la fe lo real? La fe
representa para el no creyente una amenaza, un cuestionamiento de su mundo.
Nadie puede sustraerse al dilema de la condición humana. “Quien quiera escapar
de la incertidumbre de la fe deberá experimentar la incertidumbre de la
incredulidad que, por su parte, jamás puede afirmar de forma definitiva y
cierta que la fe no sea la verdad” (Benedicto XVI, El credo, hoy, Santander 2013, p. 31). Termina el relato hebreo.
Ahora, unas palabras más.
Por lo leído, es tan
importante ese “quiero creer” de Teresa de Lisieux, ante la tentación
racionalista. Y quizás los creyentes, esa opción la debemos tomar todos los
días para fortalecer la fe, además de estudiar, ¡claro!
Y a todo esto, ¿qué
es la fe? Es un don que recibimos en el día de nuestro Bautismo. Podemos hacer
crecer esa semilla a base de cultivarla, o dejarla inerte. Dice el Concilio
Vaticano II: Cristiano es quien vive de fe, de esperanza y de caridad; dones
derramados por el Padre celestial en nosotros. Son estas virtudes las que hacen
posible el despliegue del germen de vida sobrenatural recibido en el Bautismo.
En la vida cristiana, la fe proporciona sobre todo un pleno conocimiento de la
voluntad de Dios, de modo que se siga una conducta digna de Dios, agradándole
en todo, produciendo frutos de toda especie de obras buenas y adelantando en
conocimiento de Dios (cfr.Gaudium et spes, n. 11)
La fe es una adhesión personal del hombre a Dios, y
es el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado, pero la fe no
es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. La
Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe (cfr.
CEC nn. 166 y 168). El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios;
nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. El acto de fe es
voluntario por su propia naturaleza. Cristo invitó a la fe y a la conversión,
pero no forzó a nadie jamás. No quiso imponer la verdad por la fuerza, pues su
reino crece por el amor con que Cristo atrae, exaltado en la Cruz, a los
hombres hacia Él.
En una entrevista, Vittorio
Messori le preguntó a Juan Pablo II:
- ¿Por qué Dios no
se manifiesta más claramente? ¿Por qué no da pruebas tangibles de su
existencia?
A lo que el Papa
responde:
- Dios es el que Es, es decir, absoluto Misterio increado. Si Él no
fuese misterio no habría necesidad de la Revelación o, mejor, hablando de modo
más riguroso, de la autorrevelación de Dios. (…). La autorrevelación de Dios se
actualiza en su humanizarse (cfr. Cruzando
el umbral de la esperanza, p.58-59).
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