Sentido del dolor
“Me
preguntas porqué compro arroz y flores. Compro arroz para vivir y flores para
tener algo por lo que vivir”, escribía Confucio. Necesitamos cosas bellas a
nuestro alrededor, pero la vida también trae sufrimientos. Clives S. Lewis
reflexionó sobre el dolor y concluyó que Dios nos habla por medio de la
conciencia y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono
para despertar a un mundo de sordos.
Los seres humanos queremos ser felices a toda
costa. Y lo seremos –por la eternidad- si somos fieles al plan de Dios. De
grandes males, Dios saca grandes bienes. La única razón por la que Dios permite
el mal, dice Santo Tomás, es para sacar de allí un mayor bien. ¡Claro! Eso no
se percibe fácilmente si no se habla con Dios mentalmente.
San Agustín rezaba así: “Graba, Señor, tus
llagas en mi corazón, para que me sirvan de libro donde pueda leer tu dolor y
tu amor; tu dolor, para soportar por ti toda suerte de dolores; tu amor, para
menospreciar por el tuyo todos los demás amores”.
“El
sufrimiento, desde que pasó por él el Hijo de Dios santificándolo, tiene el
misterioso poder de disolver el mal, de romper la trama de las pasiones y de
desalojar al pecado de nuestros miembros. “Quien ha sufrido en carne propia, ha
roto con el pecado” (1 P 4,1). La Sagrada Escritura dice que “Dios reprende a
los que ama”, y añade: “Ninguna corrección nos gusta cuando la recibimos, sino
que nos duele; pero después de pasar por ella, nos da como fruto una vida
honrada y en paz” (Hb 12,11). Pero hay algo, sobre todo, que debe sostenernos
cuando sintamos sobre nosotros la mano del podador: que Dios sufre con nosotros
al vernos sufrir. Él poda con mano temblorosa[1].(Raniero
Cantalamessa).
Debemos de
tratar de no echara perder ese poco sufrimiento “injusto” que a veces puede
aparecer en nuestra vida: humillaciones, críticas injustas, ofensas. Para ello,
no hablar de él si no es realmente necesario; guardarlo celosamente como un
secreto entre nosotros y Dios para que no pierda su aroma. Decía un antiguo
Padre del desierto:
“Por grandes que sean
tus sufrimientos, tu victoria sobre ellos se encuentra en el silencio”[2].
Cuando sufrimos con fe, poco a poco vamos
descubriendo el porqué del sufrimiento y para qué sirve; nos vamos dando cuenta
de que los seres humanos, después del pecado, ya no podemos caminar junto a Dios
y progresar en la santidad sin sufrir. Bastan unos pocos días sin pequeñas cruces
para que nos encontremos inmersos en una gran superficialidad y flojera
espiritual. “El hombre no perdura en la opulencia, sino que perece como los
animales” (Sal 49, 13).
Se comprende así por qué, para los santos, el
sufrimiento deja con frecuencia de ser un problema para convertirse en una
gracia, como ya lo decía San Pablo: “A vosotros se os ha concedido la gracia,
no sólo de creer en Cristo, sino de sufrir por él” (Flp 1,29). Y entonces el
padecer puede convertirse en lo único por lo que vale la pena vivir, hasta
llegar a pedirle a Dios: “Señor, o morir o padecer” (Santa Teresa; Vida, 40,20).
Pero no pensemos que hemos llegado ya a esas
alturas, y conformémonos al menos con aceptar el sufrimiento que nos toque.
Para que el Señor se
luzca no hacen falta éxitos humanos excepcionales. Jesús se ha de lucir en
nuestra conducta diaria, porque “el valor sobrenatural de muestra vida no
depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la
imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la
disposición generosa en el menudo sacrificio diario” (cfr. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 25).
San Juan Pablo II explicaba así que no estamos
en el paraíso terrenal; “Jesús no ha venido a instaurar un paraíso terrenal, de
donde esté excluido el dolor. Los que están más íntimamente unidos a su
destino, deben esperar el sufrimiento (...) En el designio divino todo dolor,
es dolor de parto; contribuye al nacimiento de una nueva humanidad”[3].
En realidad, sólo hay
dos filosofías de la vida: para una,
primero es el banquete y luego el dolor de cabeza; para la otra, primero es el
ayuno y luego el banquete
San Pablo enseña que el
ser humano que sufre “completa lo que falta a los padecimientos de Cristo”. En
la dimensión espiritual de la obra de la redención sirve para la salvación de
hermanos y hermanas: es un servicio insustituible.
María Valtorta dice: No
hay otro camino para salvar al mundo: el
sufrimiento. Jesucristo, que es Dios, no escogió otro camino que éste para
ser Salvador. Dios quiere que sepamos que la gloria se convertirá en Gloria
para nosotros pero en la otra vida.
El sufrimiento, más
que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma
las almas. El dolor hace presente la fuerza de la redención cuando nos unimos a
los méritos de Cristo. Hemos de vivir con un solo pensamiento: el de consolar a
Jesucristo redimiendo a los hombres. A los hermanos se les redime con
sacrificio. A Jesús se le consuela con el amor y encendiendo el amor en los
corazones apagados.
Jesús sufrió más que
cualquier hombre. Él no veía el suceso del momento. Veía las consecuencias que
ese suceso tendría en la eternidad; enseñándonos que el sufrimiento termina,
pero los efectos de ese sufrimiento no terminan pues tienen frutos de vida
eterna (Valtorta).
[2] Apophthegmata Patrum,
Poemen 37: PG 65, 332. Citado por R. Cantalamessa, Un Himno de Silencio, p.
145.
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