La universidad y el amor a la sabiduría



El nivel educativo y cultural desciende de manera alarmante entre las nuevas generaciones. ¿Por qué? Quizás porque falte, en los profesores y estudiantes, sed de conocer, de saber, de leer. Cuando en el siglo XVI ─ Siglo de Oro español─  se le preguntaba a un bachiller por qué deseaba a toda costa ir a las Universidades  de Salamanca o de  Alcalá, respondía de manera contundente:
─ Para saber.
Tal vez hoy no haya muchos que respondan algo semejante, si se les hiciera tal pregunta, la cual –por lo demás- no se les ocurre plantear. Lo que rige es el utilitarismo sentimental.
Por una parte, se encamina a los jóvenes hacia el triunfo profesional; por otra, a fin de evitar provocar traumas y tensiones, no se hacen exámenes con resultados numéricos, ni hay reprobados a fin de curso; todo ha de ser ayuda y comprensión para unos caracteres que están por hacer, y que por ese camino nunca llegarán a madurar. Así pues, el resultado ha de ser despiadadamente competitivo, pero en el camino para lograrlo todo serán paños calientes y la exigencia no debe aparecer por ninguna parte.

La educación es un compromiso entre personas. Enseñar es educar. El intercambio educativo está basado en la empatía, en la capacidad de escuchar y entender los problemas y los sentimientos ajenos, en ser sensibles a las emociones del otro. Joseph Pieper dice que todo conocimiento vitalmente incorporado tiene las algo de filosófico, porque sólo destella cuando está presente el deseo imperioso de saber.

Una de las mejores maneras de crecer en el conocimiento es compartirlo. Quien está solo y sin interlocutores no encuentra ningún motivo vital para avanzar en el saber y en la investigación. Si no tengo con quien compartirlo, ¿para qué me interesa saber más?
La mejor clase es aquella en la que el profesor habla, con la inteligencia y con el corazón, sobre aquello que ha meditado repetidas veces en el silencio de su estudio personal. No es trasladar ni informar: es amar con otros el saber recién estrenado. “Una lección trata siempre de lo nuevo, porque el docente lo está redescubriendo y lo presenta ante sus alumnos como algo vivo que está emergiendo en ese preciso momento”, dice acertadamente Alejandro Llano.

Aristóteles afirma que nunca podremos agradecer adecuadamente lo que han hecho por nosotros nuestros padres y los que nos iniciaron en el amor a la sabiduría.
El perfil de muchos hombres de nuestro tiempo es el de ser “desamorados”. La literatura y el cine nos ofrecen abundantes ejemplos de personas que no saben querer y, simultáneamente, no tienen idea de en qué mundo viven ni quiénes son. El déficit de amor está en la base de la dificultad para avanzar en el saber. Y los dos vectores, querer y conocer, componen la estructura esencial de la educación. En el fondo, no se ama el saber si no se quiere también a quienes pueden llegar a compartirlo y promoverlo.

La enseñanza es un proceso de comunicación personal que no admite recetas universalmente válidas. Se enseña lo que se sabe y se ama. Enseña el que sabe y ama. Como decía el joven Goethe, “no se conoce sino lo que se ama,  cuanto más profundo y cabal quiera ser el conocimiento, más fuerte, más vigoroso y vivo debe ser el amor, incluso la pasión”.
Aquello que se domina vitalmente, aunque sea lo más difícil, lo comprenden los alumnos que ponen un mínimo de interés y de esfuerzo. Porque entonces uno no les está dando una materia: se está dando a sí mismo, está dando lo que tiene de mejor: su saber y su amor por el conocimiento y por ellos mismos.
El maestro no es un entrenador que adiestra, es  profesor que enseña y educa. El vuelco de un proceso en declive lo han conseguido siempre minorías bien preparadas, que han abierto nuevas condiciones para la generación y la transmisión del saber.

Es interesante conocer el punto de vista de un intelectual inglés: Henry Newman dice que su visión de la Universidad, ésta es un lugar para enseñar conocimiento universal. Esto implica que su objeto es, de una parte, intelectual, no moral; y, de otra parte, que es la difusión y extensión del conocimiento antes que su avance.

Sostiene que otra de las peculiaridades de la Universidad, es la primacía de la función docente sobre la labor investigadora, hasta tal punto que aquélla constituye, según él, la auténtica razón de ser de la Universidad como institución. La investigación es una tarea secundaria frente a la indispensable función docente. Lo cual no supone, en su opinión, sacrificar el progreso científico o renunciar a él. Lo único que indica es que, de anteponer la investigación a la docencia, la Universidad pervertiría su misión esencial. Y es que la investigación como tal es más bien propia de otras instituciones, como las Academias científicas.

El modelo de Universidad ideado por Newman y el modelo hoy día predominante en la mayoría de los países, no se corresponden. El ideal humanista de la concepción tradicional europea de la Universidad se ha olvidado, por no decir que se ha perdido. Y la fundación y la supervivencia de una Universidad han pasado a ser también, por muy lamentable que sea reconocerlo, uno de tantos productos del mercado. Con lo cual aquella luminosa idea de ser la sede unitaria del saber, cuya misión esencial consistía en impartir conocimiento universal ha palidecido de tal manera que apenas se puede vislumbrar su imagen en la multitud y variedad de centros que se atribuyen el noble nombre de Universidad.

Es lástima que la búsqueda de la verdad haya dejado de ser el lema de los universitarios. Concluimos recordando lo que Alejandro Llano dice: Cuando la universidad pierde su interés por la comprensión radical del mundo, se trivializa (Segunda navegación, p. 279).


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