Castidad y el amor en los antiguos mexicanos


 

Ver Sahagún cap xxi

 Palabras de una madre náhuatl a su hija:

Aquí estás, mi hijita, mi collar de piedras finas, mi plumaje de quetzal, mi hechura humana, la nacida de mí (...): Oye bien, hijita mía, niñita mía: no es lugar de bienestar la tierra (...). No entregues en vano tu cuerpo, mi hijita, mi niña, mi tortolita, mi muchachita. No te entregues a cualquiera, porque si nada más así dejas de ser virgen, si te haces mujer, te pierdes, porque ya nunca irás bajo el amparo de alguien que de verdad te quiera (...) que no te conozcan dos hombres (...) Pero si estás bajo el poder de alguien (...) no quieras que tu corazón quiera irse en vano por otro lado. No te atrevas con tu marido. No pases por encima de él, o como se dice, no seas adúltera (...) Ya no serás ejemplo (...) y aunque no te vea nadie, aunque no te vea tu marido, mira, te ve el Dueño del cerca y del junto[1].

 

Para los antiguos mexicanos, tradición, verdad y bondad eran inseparables. Perder cualquiera de ellas era perder el propio cimiento de la vida y del universo. La profunda estimación náhuatl por la  historia y la tradición se vio truncada con la conquista, así lo atestigua León-Portilla en su obra Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares:

Los sabios se fueron (...)

Se llevaron la tinta negra y roja,

los códices y las pinturas,

se llevaron la sabiduría,

todo tomaron consigo...

 

El pueblo mexicano era refinadamente cortés. Para él son inseparables las nociones de autoridad y mando de las de cariño y amor.

 

En su Historia General, Sahagún relata de los antiguos mexicanos que: “criábanlos con gran austeridad; de manera que los vicios e inclinaciones carnales no tenían señorío en ellos, así en los hombres como mujeres”. Luego dice: “Los que vivían en los templos tenían tantos trabajos de noche y de día, y eran tan abstinentes que no se les acordaba de las cosas sensuales. Los que eran del servicio militar, eran tan continuadas las guerras que tenían los unos con los otros, que muy poco tiempo cesaban ellas y sus trabajos”. Estos naturales veían que “era necesario el rigor, austeridad y ocupaciones continuas en cosas provechosas a la República” (Lib 10, Relación del autor digna de ser notada, nos, 3-7, p. 578).

 

Gerónimo de Mendieta escribe en su Historia Eclesiástica Indiana: “Sus confesiones (en especial las de las mujeres) son de increíble pureza y de nunca oída claridad” (Libro 5, 1ª parte, cap. 15, p. 601). ChecarAAA

“Los que están hechos a confesar indios, quieren más confesar veinte dellos, que solo un español”... (Códice franciscano, pp. 86.89).

 

Fray Bernardino de Sahagún, gran observador de la vida de los antiguos mexicanos del siglo XVI, escribe lo siguiente sobre el Calmecac, la escuela superior: “Ninguno era soberbio, ni hacía ofensa a otro, ni era inobediente a orden y costumbres que ellos usaban, y si alguna vez parecía un borracho o amancebado, o hacía otro delito criminal, luego le mataban o le daban garrote, o le asaban vivo o le aseteaban; y quien hacía culpa venial, luego le punzaban las orejas y lados con puntas de maguey o punzón” (Historia General de las cosas de la Nueva España, libro 3 Apéndice, cap. 8, n. 10).

 

Los pensadores nahuas estaban convencidos de la fugacidad de todo cuanto existe. Lo único verdadero en la tierra para ellos es lo que satisface al Dador de la vida: “flor y canto”, es decir, la poesía. León-Portilla dice: La poesía viene a ser “la expresión oculta y velada, que con las alas del símbolo y la metáfora lleva al hombre a balbucir, a sacar de sí mismo lo que en una forma misteriosa y súbita ha alcanzado a percibir”[2]. El camino para ellos se sintetiza en flores y cantos: in xochitl in cuicatl. Las flores eran el corazón de Dios.

 

“Flor y Canto” resumía para los mexicanos lo grande y lo bello que puede conocer el ser humano: filosofía, religión, arrobo místico.

 

Madame Calderón de la Barca sostuvo una copiosa correspondencia con su familia, residente entonces en la ciudad de Boston (1840). En una de sus cartas nos habla de la vida limpia de los mexicanos, dice: “A mí me parece que entre las jóvenes no hay ese afán de contraer matrimonio que se observa en otros países (...). No he visto nunca que las madres o las hijas les hagan la corte a los jóvenes; ni hay tampoco mamás casamenteras o hijas que anden a la busca de sus propios intereses (...). Cuando los jóvenes de encuentran con las señoritas en sociedad, parecen muy galantes, pero al mismo tiempo se les ve como temerosos de ellas (...). En cuanto al flirt, no se conoce aquí ni la cosa ni el nombre” (La Vida en México, Carta XVI).

 

Juan Vicente de Güemes, 52º virrey, del 17 de octubre de 1789 al 12 de julio de 1794, fue seguramente fue uno de los mejores que tuvo la Nueva España. Madame Calderón de la Barca cuenta una anécdota sobre este famoso virrey: “Una noche, ya muy tarde, y no lejos de la garita de la ciudad que llaman “Niño Perdido” (en memoria de cuando el Niño Jesús se quedó en Jerusalén). Su Excelencia se encontró con una joven de buena presencia, que a esas horas avanzadas caminaba sola y muy aprisa, pero cuyo aspecto propalaba serenidad y modestia. Deseando poner a prueba el temple de acero (o de cobre) de la muchacha, dejó un poco atrás a los oficiales. Revillagigedo se acercó a la joven con cierta familiaridad y le pidió permiso para acompañarla en su paseo, lo que ella rechazó indignada. “Anda –dijo su Excelencia-, no te des tantos aires, que no eres mas que una mujercilla en busca de aventuras”. ¡Imaginad lo que sentiría su Excelencia al recibir en respuesta un tremendo bofetón! Se precipitó la escolta y ante su estupor halló al Virrey sonriente, viendo cómo se alejaba la damisela aventurera. “¡Su Excelencia, qué desacato, qué insolencia, audacia semejante...!”. “¡Un poco de calma –dijo el Virrey-, la muchacha se ha hecho acreedora de nuestro interés. Inquirid enseguida quién es y quiénes son sus padres, y cuáles son los motivos que le obligan a andar a estas horas por esas calles. No cabe duda de que deben de ser honrados”. Las indagaciones dieron razón al Virrey. Era una pobre muchacha que sostenía a su madre moribunda dando lecciones de música y se veía precisada a andar a pie de casa en casa y a todas horas, y entre sus discípulas se encontraba la hija de una anciana señora que vivía fuera de garitas, y de cuya casa y última lección regresaba con frecuencia ya muy vencida la noche. En posesión de estos particulares, tuvo a bien el virrey que se le señalara una pensión de trescientos pesos anuales, hasta el día de su muerte... Esto se llama dar un bofetón a tiempo” (Carta XLIII).

 



[1]  Citado en José Luis Guerrero, Los dos mundos de un indio santo, Cimiento, México 1991, p. 158.

[2] Miguel León-Portilla, La filosofía náhuatl, cap. 3, p. 144.

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