Cosmovisión de los antiguos mexicanos
Fray Bernardino de Sahagún, gran observador de la vida de los antiguos mexicanos del siglo XVI, escribe lo siguiente sobre el Calmecac, la escuela superior: “Ninguno era soberbio, ni hacía ofensa a otro, ni era inobediente a orden y costumbres que ellos usaban, y si alguna vez parecía un borracho o amancebado, o hacía otro delito criminal, luego le mataban o le daban garrote, o le asaban vivo o le aseteaban; y quien hacía culpa venial, luego le punzaban las orejas y lados con puntas de maguey o punzón” (Historia General de las cosas de la Nueva España, libro 3 Apéndice, cap. 8, n. 10).
El principal dios de
los aztecas se llama Huitzilopochtli. El nombre está compuesto de Huitzilín, “colibrí”, y Opochtli, “zurdo”. Nombre que capta su
pensar y sentir bélicos, precisamente porque supone un enjambre de imágenes y de asociaciones
tradicionales.
La palabra quetzali significa “pluma preciosa, que
era lo que los naturales apreciaban. Junto con chalchihuitl, “jade” y xochitl,
“flor”, que significaba la belleza misma.
El colibrí era el ser
más bello y, por tanto, el más divino ser de la creación para ellos. Vivía de
las flores que son el “corazón de Dios”,
de Dios con mayúscula, es decir Ometéotl.
Para ellos el corazón era la vida. El colibrí es un pájaro “todo corazón”. Es
de los pocos animales que en México hibernan, es decir, se queda como muerto en
invierno, al faltar las flores, y “resucita” en primavera. Era por ello un
símbolo de muerte y resurrección.
La palabra zurdo aludía
al sur, Huiztiampa (el lugar de las espinas o de la penitencia), que se ubicaba
a la izquierda. La vida requería de corazones, fuente del movimiento. No había
nada más divino y más bello que procurar la vida. De manera que ese simple
nombre, Huitzilopochtli, sintetizaba toda una tesis de la cosmovisión azteca.
Cada periodo de
predominio es una edad, un Sol. Luego viene la destrucción y el surgir de un
nuevo mundo. Han terminado así cuatro Soles. El nuestro es el Quinto, el del
movimiento. El destino final de nuestra edad, según la filosofía náhuatl, será
también un cataclismo. Persuadidos que para evitar el cataclismo era necesario
fortalecer al Sol, tomaron como misión proporcionarle la energía necesaria
encerrada en la sangre. Su visión del mundo hizo de ellos el pueblo guerrero
por excelencia.
Los mexicas veían la
guerra como una vocación religiosa, pues el guerrero tenía que vencer, en primer
lugar, a sí mismo. La guerra era un acto de engrandecimiento propio, pero a
base de la renuncia a sí mismo y de servicio a los demás.
Los pensadores nahuas
estaban convencidos de la fugacidad de todo cuanto existe. Lo único verdadero
en la tierra para ellos es lo que satisface al Dador de la vida: “flor y
canto”, es decir, la poesía. León-Portilla dice: La poesía viene a ser “la
expresión oculta y velada, que con las alas del símbolo y la metáfora lleva al
hombre a balbucir, a sacar de sí mismo lo que en una forma misteriosa y súbita
ha alcanzado a percibir”[1]. El
camino para ellos se sintetiza en flores y cantos: in xochitl in cuicatl.
Las flores eran el corazón de Dios. “Flor y Canto” resumía para los mexicanos
lo grande y lo bello que puede conocer el ser humano: filosofía, religión,
arrobo místico.
El 13 de agosto de 1521
cayó Tenochtitlan en manos de decenas de miles de guerreros de diversos pueblos
del Anáhuac. Los herederos de los toltecas se liberaron del yugo de los hijos
de Huitzilopochtli, con el apoyo de un puñado de guerreros castellanos. Descendió
la noche sobre el Pueblo del Sol en inició el amanecer de México.
¿Conquista o nacimiento de México? Lo mejor de Europa (España) se
encuentra con lo mejor de América (el pueblo tolteca). ¿Por qué no ha salido de
eso lo mejor del mundo? Porque decidimos contarnos una historia al revés. Somos
hijos de dioses por ambos lados, pero tenemos que superar la narrativa que nos
han dado algunos gobernantes que nos quieren sometidos y sumisos ante ellos,
dice Juan Miguel Zunzunegui (Cfr. El
regreso de Quetzalcoatl, Grijalvo)).
Miguel León Portilla
dice: Si odiamos lo español nos odiamos a nosotros mismos.
Para mayor información ver dos libros: uno de José Luis Guerrero, Los dos mundos de un indio santo. Edit.
Cimiento. Otro de Miguel León-Portilla, La
filosofía náhuatl. UNAM; México 1993.
Fray Bernardino de Sahagún, gran observador de la vida de los antiguos
mexicanos del siglo XVI, escribe lo siguiente sobre el Calmecac, la escuela
superior: “Ninguno era soberbio, ni hacía ofensa a otro, ni era inobediente a
orden y costumbres que ellos usaban, y si alguna vez parecía un borracho o
amancebado, o hacía otro delito criminal, luego le mataban o le daban garrote,
o le asaban vivo o le aseteaban; y quien hacía culpa venial, luego le punzaban
las orejas y lados con puntas de maguey o punzón” (Historia General de las cosas de la Nueva España, libro 3 Apéndice,
cap. 8, n. 10).
El principal dios de
los aztecas se llama Huitzilopochtli. El nombre está compuesto de Huitzilín, “colibrí”, y Opochtli, “zurdo”. Nombre que capta su
pensar y sentir bélicos, precisamente porque supone un enjambre de imágenes y de asociaciones
tradicionales.
La palabra quetzali significa “pluma preciosa, que
era lo que los naturales apreciaban. Junto con chalchihuitl, “jade” y xochitl,
“flor”, que significaba la belleza misma.
El colibrí era el ser
más bello y, por tanto, el más divino ser de la creación para ellos. Vivía de
las flores que son el “corazón de Dios”,
de Dios con mayúscula, es decir Ometéotl.
Para ellos el corazón era la vida. El colibrí es un pájaro “todo corazón”. Es
de los pocos animales que en México hibernan, es decir, se queda como muerto en
invierno, al faltar las flores, y “resucita” en primavera. Era por ello un
símbolo de muerte y resurrección.
La palabra zurdo aludía
al sur, Huiztiampa (el lugar de las espinas o de la penitencia), que se ubicaba
a la izquierda. La vida requería de corazones, fuente del movimiento. No había
nada más divino y más bello que procurar la vida. De manera que ese simple
nombre, Huitzilopochtli, sintetizaba toda una tesis de la cosmovisión azteca.
Cada periodo de
predominio es una edad, un Sol. Luego viene la destrucción y el surgir de un
nuevo mundo. Han terminado así cuatro Soles. El nuestro es el Quinto, el del
movimiento. El destino final de nuestra edad, según la filosofía náhuatl, será
también un cataclismo. Persuadidos que para evitar el cataclismo era necesario
fortalecer al Sol, tomaron como misión proporcionarle la energía necesaria
encerrada en la sangre. Su visión del mundo hizo de ellos el pueblo guerrero
por excelencia.
Los mexicas veían la
guerra como una vocación religiosa, pues el guerrero tenía que vencer, en primer
lugar, a sí mismo. La guerra era un acto de engrandecimiento propio, pero a
base de la renuncia a sí mismo y de servicio a los demás.
Los pensadores nahuas
estaban convencidos de la fugacidad de todo cuanto existe. Lo único verdadero
en la tierra para ellos es lo que satisface al Dador de la vida: “flor y
canto”, es decir, la poesía. León-Portilla dice: La poesía viene a ser “la
expresión oculta y velada, que con las alas del símbolo y la metáfora lleva al
hombre a balbucir, a sacar de sí mismo lo que en una forma misteriosa y súbita
ha alcanzado a percibir”[1]. El
camino para ellos se sintetiza en flores y cantos: in xochitl in cuicatl.
Las flores eran el corazón de Dios. “Flor y Canto” resumía para los mexicanos
lo grande y lo bello que puede conocer el ser humano: filosofía, religión,
arrobo místico.
El 13 de agosto de 1521
cayó Tenochtitlan en manos de decenas de miles de guerreros de diversos pueblos
del Anáhuac. Los herederos de los toltecas se liberaron del yugo de los hijos
de Huitzilopochtli, con el apoyo de un puñado de guerreros castellanos. Descendió
la noche sobre el Pueblo del Sol en inició el amanecer de México.
¿Conquista o nacimiento de México? Lo mejor de Europa (España) se
encuentra con lo mejor de América (el pueblo tolteca). ¿Por qué no ha salido de
eso lo mejor del mundo? Porque decidimos contarnos una historia al revés. Somos
hijos de dioses por ambos lados, pero tenemos que superar la narrativa que nos
han dado algunos gobernantes que nos quieren sometidos y sumisos ante ellos,
dice Juan Miguel Zunzunegui (Cfr. El
regreso de Quetzalcoatl, Grijalvo)).
Miguel León Portilla
dice: Si odiamos lo español nos odiamos a nosotros mismos.
Para mayor información ver dos libros: uno de José Luis Guerrero, Los dos mundos de un indio santo. Edit.
Cimiento. Otro de Miguel León-Portilla, La
filosofía náhuatl. UNAM; México 1993.
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