EL HOMBRE ES INSACIABLE

 

La naturaleza es patrimonio de la humanidad. Los bienes tienen un destino universal, por tanto, uso debe redundar en beneficio de todos. Un hombre que posee un millón de pesos quiere diez, y si tiene diez, quiere más. Si una mujer posee siete pares de zapatos, quiere diez y siete, ¿Por qué? Por egocentrismo, porque no sabe que la riqueza existe para ser compartida.

“Los bienes, aun cuando sean poseídos legítimamente, conservan siempre un destino universal. Toda forma de acumulación indebida es inmoral, porque se halla en abierta contradicción con el destino universal que Dios creador asignó a todos los bienes” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, México 2004, n. 328, p. 183).

Las cosas externas que el hombre posee legítimamente, no son solo suyas, sino también son comunes, en el sentido de que deben beneficiar a otros. “Nadie tiene derecho a lo superfluo mientras unos carezcan de lo necesario”, dijo un Papa. Y Santo Tomás de Aquino escribe: “Cuando se ha generalizado lo superfluo, no adquiere carácter de necesario; sobre todo cuando la generalización ha sido hecha por una sarta de estúpidos”. Las necesidades naturales se calman; llega un momento en que ya no se puede descansar o comer más. En cambio, las necesidades superfluas no se satisfacen nunca, como la ropa, los aparatos electrónicos, etc.

El no saciarse nunca de ellos es lo que caracteriza a los bienes superfluos, y lo que da paso a una enfermedad espiritual diagnosticada por Platón hace más de veinticinco siglos, que lleva el nombre de pleonexia, que es un apetito insaciable de cosas materiales.

Pleonéxico es aquel que considera que todavía no tiene bastante, porque ignora que su espíritu no puede calmarse con cosas materiales. Esa ansia infinita sólo se sacia con los bienes del espíritu.

Los bienes materiales se destruyen al repartirse, los bienes espirituales crecen cuando se reparten. Así, la alegría y la salud no pueden tenerse sin compartirlas con los demás.

Pero hay una diferencia grande entre la plenorexia de hace veinticinco siglos y la contraída contemporáneamente por la civilización del consumo. Para Platón era una enfermedad; para nuestro siglo es un signo de éxito. Entre los dos se ha dado un cambio de 180 grados. Esta es nuestra gran enfermedad: considerar como “éxito” lo que precisamente nos enferma. San Pablo escribe que “la raíz de todos los males es el afán de dinero” (1 Tm, 6,10).

Aristóteles sostiene que son bienes necesarios y convenientes aquellos que hacen asequible al hombre el ejercicio de la virtud. ¿Cuáles serían esos bienes? La lectura reflexiva, el estudio, el deporte, el compartir, el proceso de enseñanza-aprendizaje, el cultivo del arte, el valor de la coherencia, el valor de la libertad, el ejercicio de la caridad, etc.

Aristóteles dice “llamamos felicidad al desarrollo o expansión de la actividad del espíritu”. Para los griegos, el hombre virtuoso era el hombre de éxito, y el hombre de éxito era el hombre virtuoso. Juan Pablo II decía: “Los verdaderos bienes son los que le abren el horizonte al hombre”. Lo importante es poder distinguir porqué lo superfluo se puede convertir en nocivo, y pasa cuando coexiste con la carencia de lo necesario, porque priva a alguien de lo que necesita (cfr. Carlos Llano, Istmo, “¿Quién tiene derecho a lo superfluo?”, marzo de 2010).

 


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