No mentirás

 


El octavo mandamiento: “no levantarás falso testimonio ni mentirás”, es necesario, sobre todo cuando las relaciones humanas se ven enturbiadas por mentiras, calumnias, difamaciones y falsos testimonios. A todo esto el cristiano ha de oponer el amor a la verdad y el respeto a la buena fama de los demás.

Jesús dijo: “Yo soy la verdad” (Jn. 14, 6). Con esto quiere enseñarnos que no sólo anuncia la verdad, sino que la posee en la totalidad de su plenitud. Por el contrario, el demonio es “el padre de la mentira” (Jn. 8, 44), pues en sí mismo niega a Dios y todo en su actuación tiende a oscurecer o apartar de la verdad.

Entre los bienes que poseemos se encuentra la capacidad de expresar y comunicar los pensamientos y afectos a través de las palabras. Para usar rectamente de esta capacidad, ordenándola a nuestro fin, los hombres debemos vencer dos tendencias que son consecuencia de las heridas causadas por el pecado original:

1) la dificultad para discernir lo verdadero de lo falso;

2) la inclinación a ocultar o deformar la verdad.

El emplear bien la palabra es un deber de justicia: todo ser humano tiene el derecho a no ser engañado y, en razón de la dignidad humana, el derecho al honor y a la buena fama.

Existe una virtud que precisamente tienen por objeto todo esto: la veracidad que es, como dice Santo Tomás, “la virtud que nos inclina a decir siempre y a manifestarnos al exterior tal como somos interiormente” (S. Th., II-II, q. 109, a. 1); o bien, la adecuación entre lo que se piensa y lo que se dice o hace. La falta de esa adecuación en las palabras se llama mentira; en los gestos exteriores simulación; en todo el comportamiento hipocresía.

Las palabras tienen como finalidad manifestar el pensamiento: son la expresión externa de la idea. Por ello, si se utilizan para manifestar lo contrario de lo que interiormente se piensa, queda violentado el orden natural de las cosas impuesto por Dios, lo cual es esencialmente malo.

La maldad intrínseca de la falta de veracidad se entiende fácilmente: el que miente, simula o se comporta hipócritamente, actúa de forma directa y consciente, contra lo que sabe que es verdadero o bueno. Es decir, actúa voluntariamente en contra de su conciencia.

La mentira es una palabra o signo por el que se da a entender algo distinto de lo que se piensa, con intención de engañar (cfr. S. Th., II-II q. 110). Dos elementos integran la definición de mentira: la inadecuación entre lo pensado y lo exteriorizado, y la intención de engañar. Nótese que la mentira no es la de falta de adecuación entre la palabra y lo real —eso es el error— sino entre la palabra y lo pensado por el mismo sujeto.

Toda mentira, por pequeña que sea, quebranta el orden natural de las cosas querido por Dios.

La gravedad de la mentira ha de considerarse no sólo en sí misma, sino por los daños que puede causar. La mentira puede destruir bienes considerables, como la amistad, la armonía conyugal o la confianza de los padres. Además, ocasiona daños sobre la misma persona, pues si se miente, después, aunque el mentiroso diga la verdad, ya no se le cree.

Hay algunos pecados cercanos a la mentira:

a) Simulación: es la mentira que se verifica no con palabras sino con hechos; p. ej., miente el hijo que ante la vigilancia de su padre simula estudiar; el obrero que simula trabajar para no ser reprendido por el jefe, etc.

b) Hipocresía: es aparentar externamente lo que no se es en realidad, para ganarse la estimación de los demás;

c) Adulación: consiste en exagerar los elogios al prójimo para obtener algún provecho; Francisca Javiera del Valle dice que hacemos el oficio de Satanás si alabamos a los que conviven con nosotros.

d) Locuacidad: es hablar con ligereza, con peligro de apreciaciones inexactas o injustas. Por otro lado, la locuacidad fácilmente degenera en difamación o calumnia.

Hemos dicho que nunca, bajo ninguna circunstancia, es lícito mentir. Pero esto no quiere decir que el hombre esté obligado a decir siempre la verdad: a veces, porque quien pregunta no tiene derecho a saberlo, y en ocasiones, porque es obligatorio guardar el secreto. Hay que considerar que, en la vida, se dan situaciones en las que no es prudente ni justo decir lo que se piensa. En esos casos es lícito ocultar la verdad, siempre que no se mienta. Afirma Santo Tomás que es lícito recurrir a un cierto disimulo para ocultar prudentemente la verdad (S. Th., II-II, q. 110, a. 3, ad. 4).

Todo hombre tiene derecho a mantener reservados aquellos aspectos sobre todo de su vida privada cuyo conocimiento no serviría para nada al bien común y, en cambio, podría dañar legítimos intereses personales, familiares o de terceras personas. Se trata, sin embargo, de un derecho que, en general, no puede considerarse absoluto y, por tanto puede haber razón suficiente para que un hombre tenga la obligación moral de dar a conocer también esos aspectos reservados.

El prójimo tienen derecho a que se le hable con la verdad, pero no tiene derecho salvo en esos casos excepcionales a que le sea revelado lo que puede ser materia de legítima reserva. En esos casos, no es faltar a la verdad callarse o contestar que no hay nada que decir.

¿Cuando se agrava la mentira? Mayor gravedad reviste el pecado de calumnia, ya que combina tres pecados: uno contra la veracidad (mentir), otro contra la justicia (herir el buen nombre ajeno), y el tercero contra la caridad (fallar en el amor debido al prójimo). La calumnia hiere al prójimo en lo más delicado: su reputación.

El pecado de calumnia es mortal si con él dañamos gravemente el honor del prójimo, aunque sea en la estimación de unas pocas gentes. Lo anterior se aplica también cuando deliberada e injustamente dañamos la reputación del prójimo sólo en nuestra propia mente. Esto es el juicio temerario, un pecado que nos afecta a todos y al que muy posiblemente demos poca importancia. Si alguien inesperadamente realiza una buena acción, y yo me sorprendo pensando: “eso lo hizo sólo por presumir”, he cometido un pecado de juicio temerario. Si alguien hace un acto de generosidad, y yo me digo: “¿a quién tratará de impresionar?”, pecó contra el octavo mandamiento.

Contra este mandamiento se peca también a través de la difamación. Consiste en dañar la fama ajena manifestando sin causa justa pecados y defectos que son verdad. Por ejemplo, cuando comunico a los amigos los pleitos que tiene el matrimonio vecino cuando el marido llega borracho a casa.

Puede que haya ocasiones en que, con el fin de prevenir males mayores, deba revelar los pecados ajenos. Será una obligación hacer ver a mi hijo que su nuevo amigo es drogadicto, o que convenga informar a la autoridad pública las actividades sospechosas en la oficina contigua.

Conviene recordar por último que este mandamiento, igual que el séptimo, nos obliga a reparar los males causados. Si perjudicamos a un tercero con alguna mentira, lo difamamos, lo humillamos o revelamos sus secretos, nuestra falta no estará saldada hasta que compensemos los perjuicios lo mejor posible. Y debemos hacerlo, aunque hacer esa reparación nos exija humillarnos o sufrir un perjuicio nosotros mismos.

 


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