Lo políticamente correcto
Alejandro Llano, filósofo
Hubo pensadores materialistas que, en el siglo XIX, mantuvieron que somos
lo que comemos. Pero, ya en el XX, fueron más penetrantes los filósofos que
hicieron ver que el lenguaje nos configura, hasta el punto de mantener que es
la lengua la que piensa y habla en nosotros. El lenguaje nos hace ser lo que
somos. De ahí que el encanallamiento del habla, tan propio de los regímenes
totalitarios, pueda considerarse como un preludio y un acompañamiento del
atropello de la persona humana al que asistimos, multiplicado por millones, en
la pasada centuria.
Se comienza quemando libros
y se acaba quemando hombres, anunció Hölderlin. Se empieza manteniendo, sin
base científica alguna, que el lenguaje humano no se diferencia básicamente de
un presunto lenguaje animal, y se termina quitando de en medio a los que
todavía no pueden hablar o ya no son capaces de articular palabras. Vae
tacentibus! ¡Ay de los que callan, de los que han perdido la voz o
nunca la tuvieron! Porque serán avasallados por los que se han hecho con los
micrófonos y las linotipias, por los que controlan a las personas a través de
lo que es correcto decir y de lo que está prohibido expresar.
Es lo que, en certera expresión, se denomina “corrección política”, según
traducción directa y -por una vez- feliz de la political
correctness. Cada vez me sucede con más frecuencia que, al término
de una conferencia, mis amigos me avisan: “Te has pasado: no deberías haber
dicho eso”. O si tienen la amabilidad de leer algo mío: “Yo que tú me andaría
con mas cuidado en lo que escribes”. Y no tengo conciencia de ser un
tremendista ni dedicarme a esa cosa tan fea que consiste, al parecer, en
crispar el ambiente social. Siempre he sido una persona pacífica, más bien
moderada, poco amante de la alarma o la exageración. Me temo que no soy yo el
que ha cambiado, sino que el control social se ha hecho más estricto, más
estrecho. Los tabúes se multiplican y, tras el eclipse político de las
ideologías, las censuras se han trasladado al campo de la cultura y la
comunicación.
No estamos precisamente ante un avance de la libre expresión del
pensamiento. Sin llegar por ahora a extremos jurídicos, tal tipo de
imposiciones funciona entre nosotros con cierta rigidez.
Funciona la interdicción de fumar en público, de comer hamburguesas XXL,
de no adelgazar o de adelgazar demasiado y, pronto, de consumir más vino que el
permitido en los almuerzos o de tomarse un par de copitas de licor con el café.
Mal camino. Por tales quiebras de la libertad se abre paso la servidumbre que,
como Tácito advirtió, envilece tanto a los hombres que algunos acaban amándola.
Y proliferan los personajes que nunca dirán en público más que tópicos gastados
por el uso. Pero, eso sí, convirtiendo todas las palabras en esdrújulas e
imitando servilmente la fría prosa del Boletín Oficial del Estado. Volvamos al
lenguaje vivo, a la espontaneidad y frescura de lo que dice la gente de la
calle.
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