El católico que olvida la Palabra de Dios se vuelve un católico ateo
El Papa Francisco advirtió recientemente que el católico que olvida la
Palabra de Dios se vuelve un católico ateo (ACI 23 03 2017).
Cuando no nos paramos a escuchar la voz del Señor terminamos por
alejarnos de Él, le damos la espalda. Y si no escuchamos su voz, escuchamos
otras voces… Nos volvemos sordos a la Palabra de Dios. Cuando pasa un tiempo
sin leer el Evangelio o sin meditar en lo que dice la Biblia, el corazón se va
endureciendo y cerrando en sí mismo. Esto nos hace cerrarnos a la fidelidad.
Cuando el católico empieza a perder el camino, pierde el sentido de la
fidelidad. Como consecuencia se convierte en católico infiel, en católico
pagano o, todavía peor, en católico ateo, porque no tiene como referencia de
amor al Dios viviente. No escuchar la voz de Dios y darle la espalda nos lleva
por el camino de la infidelidad.
Esa infidelidad hace que la persona experimente confusión, que pierda el
norte entre lo que es bueno y lo que es malo. No se sabe dónde está Dios y
donde no está. Se confunde a Dios con el diablo. Este proceso lleva, finalmente,
a la blasfemia. Dios nos invita a conocer la Biblia y a preguntarnos: ¿Me está
hablando a mí? ¿Se está endureciendo mi corazón? ¿He perdido la fidelidad?
Nuestro paso por la tierra es un momento
insignificante y será pagado con un gozo extremo y para toda la eternidad.
El pago que se da a la tarea que realizamos es totalmente desproporcionado.
Dios nos paga por nuestro trabajo en la tierra de forma descomunal. Es el amor
a Dios el que produce el cambio.
Nuestra
vida es el conjunto de las decisiones que hemos tomado. Cada decisión es fruto
de un discernimiento bien o mal hecho. Las grandes decisiones están en el
presente y en el futuro.
En la
Pasión del Señor vemos las decisiones
malas de Pedro y de Judas pero lo
decisivo es lo que viene después. Aunque las decisiones del pasado son el
fundamento, las decisiones del futuro son el resultado. Lo que hayamos hecho es
el cimiento, pero lo que decidamos en el futuro va a determinar el resultado.
Las decisiones más importantes no las hemos tomado todavía. Por eso en la
piedad cristiana rezamos por las decisiones finales, allí nos puede acechar la
desesperación. Cuando Cristo vence las tentaciones el enemigo se aleja hasta
nueva ocasión. Necesitamos el corazón libre y el alma llena de luz para
decidir. Lo importante es lo que hagamos de aquí en adelante.
¿Por
qué es difícil escoger? Cuando una persona elige mal es porque encuentra algo
bueno en él.
Más
grave es cuando el mal se viste de bien, entonces hablamos de seducción porque ofrecen un bien
aparente para producir un mal real. El bien suele tener un empaque feo, y el mal
uno bonito. El mal lleva “máscaras” para empacarse: encontrar alegría, placer o
esparcimiento.
El
Espíritu Santo nos ayuda; sus rayos son como los rayos X del espíritu para saber qué es el bien y el mal, es muy
fácil equivocarse y las armas con las que uno se defiende son ridículas.
Hay
que prepararnos para la prueba, para eso ayuda conocernos. ¿Qué me ha
estropeado en otros momentos de la vida? Bajar la carga emotiva a aquel
conflicto. Se trata de que la adversidad nos mejore como personas. Hay que quitar
importancia al yo, a sí mismo. Octavio Paz escribía: “La libertad
no necesita alas, lo que necesita es echar raíces”.
“Mi amor es lo que me da solidez” decía San Agustín. Escribe este mismo
santo, Agustín: “Si dijeras basta, pereciste. Ve siempre a más, camina siempre,
progresa siempre. No permanezcas en el mismo sitio, no retrocedas, no te
desvíes” (Sermo 169, 15; PL 38, 926).
Dios tiene un camino para cada uno. Si se pasa por crisis o túneles
oscuros, se puede salir más purificado de ellos; pero no siempre es necesario
pasar por ellos. Sólo Dios lo sabe.
Un gran teólogo, Santo Tomás, afirma que sólo hay dos
bienes que pueden presentarse como absolutos, y, por lo tanto, guiar el resto
de las acciones: la gloria de Dios o la
propia estima.
El Antiguo Testamento es la historia de la fidelidad de Dios. El hombre
se aleja y vuelve o no vuelve. Dios no se aleja nunca.
La Encíclica Humanae vitae (cfr. núm. 9)
afirma que el amor conyugal, es ante todo amor plenamente humano, o sea,
sensible y espiritual; no un simple impulso de instinto y sentimiento, sino
también y principalmente, un acto de la voluntad libre. Es además, amor total,
lo cual significa una forma del todo especial de amistad personal, en la
que los esposos comparten generosamente todo, sin reservas indebidas y cálculos
egoístas. Es también amor fiel y exclusivo hasta la muerte; una fidelidad
que puede ser a veces difícil, pero que es siempre posible, siempre noble y
meritoria, cosa que nadie puede negar. Es finalmente amor fecundo, que
no se agota todo en la comunión entre los cónyuges, sino que está destinado a
prolongarse, suscitando muevas vidas.
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