La autoestima
La importancia
de la autoestima de cara al desarrollo equilibrado de la personalidad, ha
destacado en los últimos años. Es necesaria la autoestima desde los niveles más
superficiales como es la corporalidad, hasta otros tan profundos como puede ser
el reconocimiento de la propia dignidad.
Uno de los
mejores ejercicios tiene como mira nuestro propio ser. “Consiste en no
enojarnos nunca con nosotros mismos ni con nuestras imperfecciones; pues aunque
la razón pide que si cometemos faltas nos sintamos tristes y contrariados,
conviene evitar ser presa de una desazón despiadada y cruel (...). Los
movimientos de cólera, mal humor y desazón contra sí mismo, son causa de
orgullo y tienen su origen en el amor propio, que nos turba e inquieta al
vernos tan imperfectos” (Antonio Royo Marín).
En un estudio
reciente se compararon las destrezas matemáticas de estudiantes de ocho países.
Los estudiantes norteamericanos sacaron los peores resultados y los coreanos
fueron los mejores. Los investigadores evaluaron también la autoestima de esos
mismos estudiantes y les preguntaron qué pensaban de sus propias aptitudes
matemáticas. El resultado subjetivo resultó ser contrario a la realidad
objetiva: los norteamericanos se creían los mejores y los coreanos pensaban que
eran los peores.
Conviene hablar
de autoestima para evitar su carencia, pero si se exagera, se puede caer en el
polo opuesto.
En mayor o menor
grado, todos tenemos que aprender a conciliar nuestra miseria con nuestra
grandeza por ser hijos de Dios. Se trata de combinar dos aspectos: humildad y
autoestima. La humildad, afirma San Josemaría Escrivá, “es la virtud que nos
ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza” (Amigos de Dios, n. 34). Hay que entender
el gozo de sentirse poca cosa y, a la vez, inmensamente amados por Dios.
Desarrollar y consolidar una buena relación con uno mismo no es tarea fácil.
Aristóteles
decía que para ser buen amigo de los demás, es preciso ser primero buen amigo
de uno mismo. El recto amor a uno mismo
y el amor propio egoísta son
inversamente proporcionales. El individuo egoísta, más que amarse demasiado a
sí mismo, se ama poco o se ama mal. El individuo humilde, en cambio,
tiene paciencia y comprensión con sus propias limitaciones, lo cual le lleva a
tener la misma actitud comprensiva hacia las limitaciones ajenas. La relación
equilibrada que mantiene el magnánimo consigo mismo le confiere cierto señorío
sobre las metas que acomete.
Existe una
estrecha relación entre ser amado, amarse a sí mismo y amar a los demás. Por
una parte, necesitamos ser amados para poder amarnos a nosotros mismos. Ver que
alguien nos ama, favorece nuestra autoestima. Nada nos separa más de los demás
que nuestra propia insatisfacción. Es lógico que una actitud conflictiva hacia
uno mismo dificulte el buen entendimiento con los demás. Quien está disgustado
consigo mismo se suele volver susceptible con los demás.
Nada me ayuda
tanto a valorarme como experimentar un amor incondicional. Los complejos, tanto
de inferioridad como de superioridad, deterioran mi paz interior y mis
relaciones con los demás, y sólo desaparecen en la medida en que amo, que me
ama tal como soy. ¿No es acaso Dios el único capaz de amarme de este modo? El
amor humano es más tangible, pero de una calidad muy inferior a la del amor
divino. En el amor de una madre, por ejemplo, se encuentran destellos de ese
amor divino. Peor mi madre no puede estar toda mi viuda a mi lado. El amor de
mis padres o de buenos amigos me ayuda a asegurar mis primeros pasos en la
vida, pero a la larga resulta insuficiente.
El desarrollo de
nuestra capacidad afectiva depende, en última instancia, del descubrimiento del
amor de Dios.
El orgullo pone
en peligro la salud psíquica. Lo que pervierte la afectividad es esa imperiosa
necesidad de que otros confirmen la propia valía. En el corazón posesivo se
encuentra un desordenado deseo de ser amado. En estas circunstancias, el mínimo
indicio de desprecio por parte de otros, puede desencadenar una reacción de
autodefensa que, si no se controla, da lugar al afán posesivo.
El amor propio
es como un virus oculto que contamina la afectividad. El desprendimiento
afectivo es más fácil si el hombre es consciente de su propia dignidad, entre
otras cosas porque desaparece su miedo a que otros no le aprecien y hieran su
orgullo. La susceptibilidad, en cambio, suele ser síntoma de inseguridad y de
orgullo herido.
Nouwen explica
que el peligro más importante para nuestra vida es el autorrechazo. Si
escuchamos esas voces que nos susurran que no tenemos dignidad y que nadie nos
ama, entonces caemos en la trampa del rechazo de sí. Lo más sano es abandonar
la propia valía en manos del Señor.
Michel Esparza
Si se quiere
profundizar más en estas ideas, hay que leer el libro de M. Esparza, La autoestima del cristiano, Belacqua,
España 2003.
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