Las pruebas de la vida
Nos dice el
Señor: “Hijo mío, si te propones servir al Señor, prepárate para la prueba;
mantén firme el corazón y sé valiente; no te asustes en el momento de la
adversidad. Pégate al Señor y nunca te desprendas de él, para que seas
recompensado al fin de tus días. Acepta todo lo que te sobrevenga, y en los
infortunios ten paciencia, pues el oro se purifica con el fuego, y el hombre a
quien Dios ama, en el crisol del sufrimiento.
Confíate en el
Señor y él cuidará de ti, espera en él y te allanará el camino… Los que temen
al Señor confíen en él, porque no los dejará sin recompensa. Los que temen al
Señor, esperen sus beneficios, su misericordia y la felicidad eterna… El Señor
es clemente y misericordioso; él perdona los pecados y salva en el tiempo de la
tribulación (Eclesiástico, 2,1-13).
No queramos
comprender las purificaciones que Dios nos manda, porque nuestra inteligencia
es limitada y no vemos el panorama total de la historia. Como lo ve el Creador.
El mundo está lleno de injusticias. Lo mejor es confiar en Dios como confía un
bebé en su madre. Decirle al Señor: “no tengo más refugio que ocultarme en tu
divino Corazón”.
El Papa
Benedicto XVI escribió: Toda prueba aceptada con resignación es meritoria y
atrae la benevolencia divina sobre la humanidad entera” (Mensaje para la 14ª
Jornada mundial del enfermo, 11-II-2006).
Dios es
humorismo infinito, además de sabiduría, él siempre nos ama, sobre todo cuando
no entendemos. Tiene modos de amarnos incomprensibles para nosotros.
Dios nos prueba,
juega con nosotros. Nos lanza una
pelota y dice: “Atrápala porque es valiosa”, esas pelotas ayudan a que
disminuya tu yo. Una pelota es estar relegado; otra, ser humillado, no ser
entendido…, si lo llevas bien, si acusas el golpe, llegas más hondo en tu
purificación al callar y no tener espíritu de contradicción. No te rebeles. Soy
Yo.
San Pedro
escribe: “No se sorprendan del fuego de persecución que ha surgido que ha
prendido por ahí para ponerlos a prueba, como si les sobreviniera algo nunca
visto. Al contrario, alégrense de compartir ahora los padecimientos de Cristo,
para que, cuando se manifieste su gloria, el júbilo de ustedes sea desbordante”
(1ª Carta,4, 7-14).
San Pablo les
dice a los corintios: Luchamos con las armas de la justicia, tanto para atacar
como para defendernos, en medio de la honra y de la deshonra, de la buena y de
la mala fama. Somos los “impostores” que dicen la verdad; los “desconocidos” de
sobra conocidos; los “moribundos” que están bien vivos; los “condenados” nunca
ajusticiados; los “afligidos siempre alegres; los “pobres” que a muchos
enriquecen; los “necesitados” que todo lo poseen. (2ª Carta 6, 4-10).
Todo es cuestión
de fe, de saber que “nuestros sufrimientos momentáneos y ligeros nos producen
una riqueza eterna, una gloria que los sobrepasa con exceso” (2ª Cor 4, 13-5).
El hombre es desdichado porque no sabe que es feliz. San Agustín escribió: “Dios lo que más odia después del pecado es la tristeza, porque nos
predispone al pecado”. Efectivamente, la tristeza origina faltas de
caridad, despierta el afán de compensaciones y permite, con frecuencia, que el
alma no luche con prontitud ante las tentaciones. “La tristeza mueve a la ira y
al enojo”, dice San Gregorio Magno (Moralia 1,31,31).
San Pablo nos
dice: Luchamos en medio de la honra y de la deshonra, en calumnia y en buena
fama; como impostores siendo veraces; como desconocidos siendo bien conocidos;
como moribundos, y ya veis que vivimos; como castigados, pero no muertos; como
tristes pero siempre alegres; como pobres pero enriqueciendo a muchos; como
quienes nada tienen, aunque poseyéndolo todo (2ª Corintios 6, 8-10). Y
añade: “La leve tribulación de un instante se convierte para nosotros,
incomparablemente, en una gloria eterna y consistente” (2ª Cor 4, 17).
San Pedro
también comparte su experiencia cuando escribe: “No se sorprendan del fuego de
persecución que ha surgido que ha prendido por ahí para ponerlos a prueba, como
si les sobreviniera algo nunca visto. Al contrario, alégrense de compartir
ahora los padecimientos de Cristo, para que, cuando se manifieste su gloria, el
júbilo de ustedes sea desbordante” (1ª Carta, 4, 7-14).
Tarde o temprano
las pruebas sobrevienen. Para superarlas necesitamos mucha fe y confianza en el
Señor, en que él sabe mejor el fondo y lleva los hilos de la historia. De
grandes males puede sacar grandes bienes.
Tenemos una vida
donde hay gozos y sufrimientos, y nunca somos felices del todo, pero luego
viene la vida eterna en la que no hay dolores ni lágrimas. Estamos hechos para
esa felicidad eterna, sólo basta con acudir a la misericordia de Dios y a los
sacramentos que Él dejó.
Pedir a Dios ver
con los ojos de Cristo. No se trata de encontrar a Cristo en los demás porque
sean buenos o porque se parezcan a Cristo, sino porque lo que hagamos por los
demás se lo hacemos a Él. Jesucristo ha dicho que hemos de verle en los demás.
Escribe el
profeta Isaías: “En la quietud y en la confianza está tu fortaleza” (30,15).
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