Hablar con Dios
“Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido
salvarnos sin nosotros” (S. Agustín, sermo 169, 11,13). La acogida de su
misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. Si re conocemos
nuestros pecados, Él nos perdonará y nos purificará. La variedad de los pecados
es grande, San Pablo hace una lista en su Carta a los Gálatas: “Las obras de la
carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería,
odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias,
embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya
os previne, que quienes hacen tales cosas, no heredarán el Reino de Dios” (5,
19-21; cf Rm 1, 28-32).
Otra tentación, fruto de la presunción es la acedia. Es un desabrimiento debido a la
pereza, al relajamiento, a la negligencia del corazón. “El Espíritu está pronto
pero la carne es débil” (Mt 26,41). Quien es humilde no se extraña de su
miseria y triunfa. La confianza filial se prueba en la tribulación (cf Rom
5,3-5). Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada,
pero no es así, lo que sucede es que hay que perseverar, a veces, años. También
podemos no ser escuchados porque pedimos mal. El guía por antonomasia era el
Espíritu Santo.
México tiene el primer lugar de adoradores nocturnos:
Cuenta con cuatro millones. Hay que dar gracias a Dios por ese tesoro. San
Alfonso explica: Ante Dios los ruegos de los santos son ruegos de amigos, pero
los ruegos de María son ruegos de Madre.
La oración es la vida del corazón nuevo. Un Padre de la
Iglesia -San Gregorio Nacianceno- aconseja “acordarnos de Dios más a menudo que
de respirar”. Pero no se puede orar en todo tiempo si no se ora con particular
dedicación, en algunos momentos (cfr. CEC n., 2697). La tentación más frecuente,
la más oculta, es nuestra falta de fe. Ésta se expresa en unas preferencias de
hecho. Cuando se empieza a orar, se presentan como prioritarios mil trabajos y
cuidados “más urgentes”. Es el momento de la verdad del corazón y de clarificar
preferencias. Todavía no hemos comprendido lo que nos dijo Jesús: “Sin mí no
podéis hacer nada” (Juan 15,5) (cfr. CEC n. 2732).
La lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la
oración para que haya diálogo, recuerden que “a Dios hablamos cuando oramos, a
Dios escuchamos cuando leemos su Palabra” (San Ambrosio, off, 1,88). En los
Salmos el mismo Espíritu inspira la obra de Dios y la respuesta del hombre.
Cristo unirá ambas. En Él, Los Salmos no cesan de enseñarnos a orar (cfr. CEC n.
2587).
La naturaleza es un “libro” para hacer oración. Si le damos
gracias a Dios por un nuevo día, por las plantas, el aire, la luz, y le decimos
“¡qué precioso árbol hiciste, qué lindo niño!”, estamos adorando al Creador.
San Buenaventura explica que Dios ha creado todas las cosas
“no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla” (sent 2,1,2,2,1).
Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad. “Abierta su mano
con la llave del amor, surgieron las criaturas” sent 2, pról.).
Hay que tratar de comprender bien las Bienaventuranzas ya
que Jesús predicaba mucho sobre ellas. Con ellas Jesús recoge las promesas
hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no
sólo a la posesión de la tierra, sino al Reino de los Cielos (CEC, n. 1716).
Quiso Dios dejar al hombre en manos de su propia decisión,
de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue
libremente a la plena y feliz perfección (cfr. GS 17).
Benedicto XVI dijo:
“Sin oración el yo humano termina por encerrarse en sí mismo … Y añadió:
este encerrarse en sí mismo, lleva a un "coloquio interior que se
convierte en un monólogo, dando lugar a miles de auto-justificaciones".
Luego de explicar que la oración "es la primera y principal 'arma' para
afrontar victoriosamente la lucha contra el espíritu del mal", el Santo
Padre subrayó que "la oración, por tanto, es garantía de apertura a los
demás. (Miércoles de Ceniza, 2008).
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