La grandiosidad del Bautismo

 

¿Qué es el Bautismo?


el Catecismo de la Iglesia Católica dice que por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo e incorporados a la Iglesia. Es el más bello y magnífico de los dones de Dios. San Gregorio Nacianceno dice: “Es Don porque es conferido a los que no aportan nada, gracia porque es conferido incluso a culpables; bautismo porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos), iluminación porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios” (Oratio 40, 3-4).

Jesucristo le dijo a Nicodemo: “El que no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Juan 3,5). El Bautismo es necesario para la salvación, por eso Jesús manda a sus discípulos a evangelizar y a bautizar a todas las naciones. El Bautismo es necesario para la salvación de aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedirlo. La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna.

Cuando un niño nace, debe ser bautizado enseguida para que se le perdone el pecado original y pase a ser hijo de Dios. Privar voluntariamente a los niños de este sacramento, por largo tiempo, puede ser pecado grave. El actual Código de Derecho Canónico dice que los niños deben bautizarse en las primeras semanas (CIC, n. 867,1).

Al bautizar a un niño, conviene ponerle un nombre que no sea ajeno al sentir cristiano (CIC, n. 855). El patrocinio de un santo asegura su intercesión.

Al hijo bautizado hay que educarle cristianamente con la palabra y con el ejemplo. Es edificante que vea que se bendice la mesa, que se reza habitualmente en casa, que se asiste a Misa los domingos, que se llega a tiempo a Misa, que los adultos y niños se confiesan con frecuencia, que se vive la reverencia ante el Santísimo Sacramento, que se respetan los bienes ajenos, que se sabe perdonar, que se vive la justicia social, que hay afán de trabajar y tiempo para jugar, etc.

Para darle una buena formación cristiana, hay que llevarlo a la catequesis parroquial y seguir de cerca su formación religiosa y humana. Hay que enseñarles que las cosas no son buenas o malas porque las hagan muchos.

Antes de que el niño se bautice, se elige a los padrinos, que suplen a los padres si éstos llegan a faltar. Es bueno que los padrinos sean católicos practicantes.

Privar a los hijos de bautismo –que los hace hijos de Dios y herederos del Cielo-, pensando que así se les deja con mayor libertad para que ellos elijan de mayores, es tan absurdo como no enseñarles ninguna lengua, para que luego elijan la que prefieran. Lo lógico es que los padres transmitan a sus hijos los bienes que poseen: cultura, educación, lengua y fe. Después, de mayores, ellos hacen suyo todo esto libremente o lo rechaza responsablemente.

Para hacerle un gran favor a alguien, no hay que pedirle permiso. A un niño se le da la medicina en la enfermedad sin pedirle permiso, y se le dan órdenes en orden a su supervivencia, como: “No salgas solo a la calle”.

El bautismo lo confiere el sacerdote u otra persona que tenga la intención de bautizar, pero en caso de imposibilidad, puede ser suplido por el bautismo de deseo, por lo menos implícito (cfr. Jorge Loring, Para salvarte, p. 495, Ed. Basilio Nuñez, Clavería México 1997).

El bautismo hace del hombre una criatura nueva, un hijo adoptivo de Dios y coheredero con Cristo. De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios, de la Nueva Alianza, que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos.

Dios da al bautizado la gracia de la justificación, que le hace capaz de creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo mediante las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), y le permite crecer en el bien mediante las virtudes morales.

Todos deseamos la felicidad, y ésta se encuentra en la otra vida con plenitud, es decir, en el Cielo. Queremos la belleza infinita, la verdad infinita, la bondad suma, porque eso es lo único capaz de llenar al ser humano.

Jesús nos dice: “No tienes que cambiar para amarme, amarme te hará cambiar”. Jesucristo vino a buscar al pecador y muere para darnos la vida verdadera.

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