La paciencia todo lo alcanza
La paciencia se define como la capacidad de sufrir y
tolerar desgracias y adversidades o cosas molestas u ofensivas, sin quejarse ni
rebelarse. También es la calma y tranquilidad para esperar. Proviene del latin pati que significa sufrir, padecer.
La paciencia tiene mucho que ver con la sabiduría, es
decir, con saber quién soy, de dónde vengo y adónde voy. Tiene que ver asimismo
con la virtud de la esperanza. Es también un rasgo de la personalidad madura.
Más importante que conquistar una ciudad -que es someter algo externo- es
conquistarse a sí mismo, cuando la paciencia lo lleva a dominarse en su
interior, como decía Gregorio Magno.
La paciencia todo lo alcanza, por ello es necesario
luchar por crecer en ella. “El mundo es redimido por la paciencia de Dios, y es
destruido por la impaciencia de los hombres” (Benedicto XVI, En su Homilía en el solemne inicio del ministerio
petrino, Roma, 24 de abril de 2005). En otro momento, Ratzinger escribe:
“La paciencia es la forma cotidiana de un amor, en el que están simultáneamente
presentes la fe y la esperanza”.
San
Cipriano de Cartago tiene un escrito titulado El bien de la paciencia: donde enseña lo siguiente: “La paciencia
es lo que nos hace valer y nos guarda para Dios. La paciencia atempera la ira, frena
la lengua, rige el pensamiento, custodia la paz, regula las normas de vida,
rompe el ímpetu de la concupiscencia, reprime la violencia del orgullo, apaga
el fuego del odio… Nos hace humildes en la prosperidad; en la adversidad,
fuertes, y mansos contra las injurias y ultrajes. Enseña a perdonar enseguida a
los que delinquen; y al que ha faltado, a rogar mucho y largo tiempo. La
paciencia vence las tentaciones, soporta las tribulaciones, y lleva a término
los padecimientos y martirios. Ella es la que proporciona a nuestra fe un
fundamento firmísimo; ella es la que provee a que nuestra esperanza crezca
hasta lo más alto. Ella es la que dirige nuestros actos para que podamos
mantenernos en el camino de Cristo, mientras avanzamos con su ayuda; ella, en fin,
hace que perseveremos siendo hijos de Dios” (De bono patientiae 13-16, 19-20).
Hay una simpática anécdota del Papa Sixto, Pontífice
del siglo XVI. Cuando era niño, unos padres franciscanos lo encontraron leyendo
el catecismo mientras vigilaba a sus animales y le preguntaron qué deseaba ser,
respondió que “un hombre de Dios”. Los religiosos le facilitaron los estudios y
llegó a ser Papa. Los cardenales no lo querían porque de pequeño había sido
cuidador de cerdos, y varios de ellos, en cambio, eran de familia noble. Por
ello mandaron pintar un cuadro del Papa Sixto en medio de una docena de cerdos.
El Papa vio el cuadro, no se enfadó y sonrió amablemente, y mandó al pintor que
a cada cerdo le pusiera un vestido de cardenal. ¡Esto es tener buen humor!
Las contrariedades son el campo de batalla más
frecuente para ejercitar la paciencia, dice Eduardo Díaz, como los cambios de
planes, la necesidad de hacer filas, las esperas en consultorios, los roces de
carácter, la falta de comunicación, malos tratos… Ceder a la impaciencia es
consecuencia de haber caído en alguna tentación. Las tentaciones son
invitaciones a optar por un bien aparente que contiene veneno. La tentación
siempre se presenta como una ganancia, y resultar ser una mentira, un
espejismo. La tentación es una piedra de tropiezo que lleva a darle la espalda
a Dios, por el placer de un momento, por la vanagloria o la arrogancia.
San Felipe Neri acostumbrara decir que en este mundo
no hay purgatorio, sino tan solo cielo o infierno; quien soporta pacientemente
las tribulaciones, disfruta ya del cielo, y quien las rehúye, padece ya un
infierno anticipado (Práctica del amor a
Jesucristo, cap. V).
La paciencia es la ciencia de la paz, decía un amigo mío. Hay, además, una oración para pedir paciencia:
¡Oh Jesús!, mi dulce amigo, cuatro cosas hoy te pido
con mucha necesidad: Paciencia para sufrir, fuerza para trabajar, valor para
resistir las penas que han de venir y me han de mortificar. Temperamento sereno
para poder resolver las cosas con santa calma y así tener en el alma perfecta
tranquilidad. Amén. (Del santuario del Señor de la Misericordia, de
Tepatitlán, Jalisco, Mexico).
Jacques Philippe escribe que “el hombre libre, el
cristiano espiritualmente maduro –es
decir, el que se ha convertido en hijo de
Dios- es aquel que ha experimentado
su auténtica nada, su absoluta miseria”…, pero en ese abismo ha acabado
descubriendo una ternura inefable, el amor incondicional de Dios; sólo tiene un
apoyo: la misericordia divina; ésta es su total seguridad, su apoyo en Dios lo
mantiene protegido de cualquier contratiempo (cfr. La libertad interior, p. 158).
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