¡Vuela alto como las águilas!

 


¿Sabías que un águila sabe cuando una tormenta se acerca mucho antes de que empiece? El águila volará a un sitio alto para esperar los vientos que vendrán, Cuando llega la tormenta extiende sus alas para que el viento las empuje y le lleve por encima de la tormenta. Mientras que la tormenta hace destrozos abajo, el águila vuela por encima de ella. El águila no se escapa de la tormenta, simplemente la usa para levantarse más alto. Las tormentas no tienen que pasar sobre nosotros Podemos dejar que el poder de Dios nos levante por encima de ellas. Los que confían en Dios encuentran fuerzas nuevas, levantarás alas como las águilas.

El hombre es desdichado porque no sabe que es feliz. San Agustín escribió: “Dios lo que más odia después del pecado es la tristeza, porque nos predispone al pecado”.  Efectivamente, la tristeza origina faltas de caridad, despierta el afán de compensaciones y permite, con frecuencia, que el alma no luche con prontitud ante las tentaciones. “La tristeza mueve a la ira y al enojo”, dice San Gregorio Magno (Moralia 1,31,31).

León Tolstoi, literato ruso, plantea tres frentes de lucha:

1º La pasión  por el juego. Lucha posible.

2º La sensualidad. Lucha muy difícil.

3º La vanidad. La más terrible de todas.

¿Por qué la vanidad es tan terrible? San Bernardo asegura que la vanidad derriba de lo más alto a lo más bajo, y la humildad levanta de lo más bajo a lo más alto”. Por eso, en su libro La autoestima del cristiano, Michel Esparza dice: “A la larga, el orgullo siempre resulta ser el peor de los vicios y la humildad la más importante de las virtudes”.

San Pablo nos dice: Luchamos en medio de la honra y de la deshonra, en calumnia y en buena fama; como impostores siendo veraces; como desconocidos siendo bien conocidos; como moribundos, y ya veis que vivimos; como castigados, pero no muertos; como tristes pero siempre alegres; como pobres pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada tienen, aunque poseyéndolo todo (2ª Corintios 6, 8-10). Y añade: “La leve tribulación de un instante se convierte para nosotros, incomparablemente, en una gloria eterna y consistente” (2ª Cor 4, 17).

San Pedro también comparte su experiencia cuando escribe: “No se sorprendan del fuego de persecución que ha surgido que ha prendido por ahí para ponerlos a prueba, como si les sobreviniera algo nunca visto. Al contrario, alégrense de compartir ahora los padecimientos de Cristo, para que, cuando se manifieste su gloria, el júbilo de ustedes sea desbordante” (1ª Carta, 4, 7-14).

Muchos deseamos atraer la benevolencia divina ¿pero cómo? El Papa Benedicto XVI dice: “Toda prueba aceptada con resignación es meritoria y atrae la benevolencia divina sobre la humanidad entera” (Mensaje para la 14ª Jornada mundial del enfermo, 11-II-2006). Ahora bien, hay que pedir al Espíritu Santo saber discernir “entre la prueba, que nos hace crecer en el bien, y la tentación, que conduce al pecado y a la muerte” (CCEC, n. 596).

Los primeros cristianos pasaron por muchas pruebas: de incomprensión, persecución, maledicencias..., y las llevaron con alegría porque se acordaban de que Jesús dijo: “Bienaventurados cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos, puesto que de la misma manera persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes” (Mateo 5, 11-12).

Se trata entonces, de edificar nuestra vida sobre cimientos sólidos, para no ser arrebatados cuando brame el vendaval o las olas furiosas del enemigo. Por eso Jesús dijo: “El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece a un hombre prudente, que edificó su casa sobre roca. Vino la lluvia, bajaron las crecientes, se desataron los vientos y dieron contra aquella casa; pero no se cayó, porque estaba construida sobre roca” (Mateo 7, 24-25).

El dolor es una flecha que apunta a Dios, pero a veces apunta a la desesperación; la voluntad se subleva. El dolor subraya el tema de la limitación. Hay situaciones en que el corazón humano se queda demasiado pequeño, necesitamos pedir el amor de Dios para amar. Dios es cariño concreto, contante y sonante.

Cuando se sufre una grave injusticia o una incomprensión hay que saber que el Señor lo ha permitido para nuestro bien indudablemente. El hombre de fe sabe que su vida no puede depender de las reacciones de los demás o de su aceptación. Sabe que –como Newman-, cuanto más dones se tienen, más riesgos se corren.

 

Cristo nos podría decir: Contemplen mi sacrificio para que puedan soportar el suyo con serenidad. Les pido que me amen, ya que les he dado tanto amor sacrificándome. Para llegar a amarme es necesario atravesar los caminos más difíciles. En el dolor y el sufrimiento el hombre se rebela contra Mí, pero Yo, estando siempre en su corazón, aguardo en un rinconcito oscuro de ese corazón el instante en que la rebelión se transforma, primero en aceptación y luego en amor por mí. Porque Yo voy al encuentro del que sufre, aun en rebeldía, y consigo siempre traer al que sufre entre mis brazos; entonces, hablo al corazón doliente y le hago mis promesas de una alegría futura. El don más grande que hacemos a los hombres, es la fe. Es un don para la vida terrena y, sobre todo, para obtener la vida más allá de la vida.

La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre. (Carta apostólica Porta fidei del Sumo Pontífice Benedicto XVI, n. 15)


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