Y a Dios lo que es de Dios
Como estamos viviendo una realidad a la que no estábamos acostumbrados,
es lógico que sintamos añoranzas por el estilo de vida que teníamos. Ahora se
nos exige una nueva actitud de protección en el tema de la salud, tanto personal
como familiar, y una sana preocupación por la protección social, especialmente
la referente al personal sanitario.
Tal parece que en las conversaciones de todos es imposible no hacer
mención a temas que se refieren a los contagios del Covid. Nunca tanta gente
había hablado tanto de una enfermedad desde la época de la Fiebre Española,
allá por el año 1918, que cobró la vida de entre 20 y 40 millones de
personas.
Resulta necesario y laudable que las autoridades civiles hagan uso de su
potestad para conseguir un cierto control en los niveles de contagios. Como es
lógico, no todas las decisiones de quienes tienen esa responsabilidad son
acertadas, puesto que estamos ante una realidad desconocida y llena de
sorpresas.
Dice el refrán que “al que se quema con leche, hasta el jocoque le
sopla”. Por eso es comprensible que dichas autoridades cometan errores,
indudablemente movidos por una buena intención.
Sería comprensible que los gobernantes civiles determinaran el cierre de
los templos “si éstos fueran” lugares de alto riesgo en la transmisión de la
pandemia. Y digo entre comillas, “si fueran”, pues dadas las lógicas y
prudentes medidas de precaución que se han estado viviendo con todo rigor,
dichos peligros son prácticamente inexistentes. Difícilmente se pueden
encontrar en otros ámbitos tantas medidas de cuidado como los sacerdotes
—ayudados por fieles encargados del cuidado de las medidas higiénicas— se han
propuesto vivir y exigir en las ceremonias litúrgicas.
En ningún hospital, transporte público, comercio, restaurante, sucursal
bancaria, han podido proteger mejor a sus clientes como se ha hecho en las
iglesias católicas de la arquidiócesis de Chihuahua. De ello soy testigo.
Así como sería absurdo que las autoridades eclesiásticas les indiquen a
las civiles lo que hacer, o no, en los ámbitos que les son propios y
exclusivos. Al Estado, en su caso, le compete establecer los aforos que
prudentemente convenga respetar.
Partiendo del principio de la separación entre Iglesia y Estado —que
nunca deberá entenderse como confrontación— estamos de acuerdo en que no debe
haber injerencia directa en las realidades propias de cada institución.
Resulta un serio abuso que las autoridades civiles pretendan negar la
recepción de determinados sacramentos en un ámbito que no les corresponde, es
decir: litúrgico sacramental, prohibiendo la celebración de Misas, Bautizos y
Bodas, cuando también en estos casos, se esmeran las medidas de precaución
disminuyendo los peligros al máximo.
No perdamos de vista que los ciudadanos, no solamente tienen derecho de
creer, sino también de profesar su fe, y de recibir la gracia que a través de
los sacramentos sólo la Iglesia les puede dar.
Alejandro Cortés González-Báez
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