Sé el Cireneo de tu esposo (a), en la cruz de cada día
Una señora me decía:
- Ya nadie me quiere.
Le pregunté:
- ¿Por qué dices eso?
Y contestó:
- Porque durante mucho tiempo fui la tonta que a todos
hacía servicios y favores, y nunca me correspondieron… Y, como ya no los hago,
nadie me busca.
Se nos olvida que la vida
es muy corta, y que se nos va a evaluar por lo que hemos amado a Dios, al
cónyuge, a los demás, a los animales, a la ecología y a la propia vocación… A
los ojos de Dios, es hermoso ser el “tonto”, el que se preocupa por servir a
los demás en lo que necesiten y está disponible a lo que la familia o los
amigos verdaderos piden, porque esa persona vive la caridad.
Alguno o alguna podría
decir: “No tengo fuerzas para hacer esos pequeños detalles a favor de mi esposa
(o) o de otros”. ¡Y tiene razón!. Ninguno tenemos fuerzas suficientes para
actuar para el bienestar de los demás, y es que se nos olvida la rutina más importante
de la vida, la rutina que transforma nuestro corazón, que es el tiempo que
dedicamos a la oración. La oración nos pone en contacto con Aquel que nos
conoce, nos ama de sobra, y que, sobre todo, sabe qué debe cambiar en nosotros.
Lo normal es que haya un
intercambio de bienes y servicios, pero no siempre se puede o se quiere,
entonces es momento de pensar en Jesús.
El Cireneo fue un hombre
llamado Simón, originario de una región llamado Cirene, que venía del campo
cuando fue requerido. Fue el hombre que ayudó a Cristo a llevar su Cruz, obligado
por el centurión romano. Tal vez Simón tomó la Cruz de mala gana, pero luego,
movido por el ejemplo de Cristo, y tocado por la gracia, la abrazó con
resignación y amor, y fue para él y sus hijos el origen de la conversión. El
Cireneo ha venido a ser como la imagen viviente de los discípulos de Jesús que
toman su Cruz y le siguen. Además, el ejemplo de Simón, nos invita a llevar los
unos las cargas de los otros, como enseña San Pablo. Hemos de ver a Cristo en los
que más sufren, que requieren de nosotros una ayuda amorosa y desinteresada.
Hemos de ver con amor también al marido o la esposa que requiere un servicio, y
hacérselo con una sonrisa. Lo ideal es que tratemos de adivinar lo que nuestro
cónyuge necesita: un detalle de cariño, un buen desayuno, tiempo para
escucharle o invitarle a dar un paseo a pie.
Los hijos aprenden de lo que ven en sus padres: la
generosidad, la bondad, el optimismo, la piedad. Cada día es como una vida en
pequeño. La mañana es la juventud, la tarde la madurez y la noche el ocaso de
la vida. Podemos aprovechar cada día para amar más y mejor, a base de cuidar
las cosas pequeñas.
Estamos en una época que
requiere que tengamos el alma limpia y el deseo de conservarla limpia, eso
implica acudir al Sacramento de la Confesión con frecuencia, acudir a comulgar
pues se ve venir que se va a acabar el Santo Sacrificio, entonces tenemos que
hacer acopio de bienes espirituales.
Se trata de que mi “yo”
pierda terreno para que la Voluntad de Dios, que es liberadora, gane terreno.
Se trata de bajar del trono del propio corazón, y que el yo dé un amplio margen
a la sabiduría divina.
Había una señora que
siempre daba una limosna a un mendigo que estaba a la puerta de una iglesia. Se
llevó aquel día la mano a la cartera y se dio cuenta de que había dejado el
monedero en su casa. El mantenía su mano extendida hacia ella. Con tacto y
rapidez ella le dijo:
- Hoy no tengo nada que dar, pero al menos puedo
estrechar tu mano.
Y así lo hizo con sincera
naturalidad. Él no se dejó ganar en cortesía, aceptó el apretón de manos
mientras le decía:
- Hoy, usted me ha dado más que los otros días.
Lo que cuesta más que una
simple limosna es preocuparse por el necesitado, darle tiempo, consuelo y
compañía. Vivamos esa dimensión desconocida. Vivamos la alegría de dejarnos
sorprender por Dios y de darles sorpresas a nuestros hermanos. Vivamos la
alegría de ese abrazo inesperado, de ese perdón que llega sin que nadie lo
hubiera aguardado. Vivamos el gozo de recibir y de dar amor. Vivamos lo que
dice el Salmo 85: Señor, ayúdame a seguir
fielmente tus caminos.
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