Jesús toca a tu puerta

 


Un hombre había pintado un cuadro donde Jesús aparecía tocando a una puerta, aludiendo a esa frase del Apocalipsis que dice: “Estoy a la puerta y llamo”. El día de la presentación al público, asistieron las autoridades locales, fotógrafos, periodistas y mucha gente, pues se trataba de un artista reconocido. Llegado el momento, se tiró del paño que velaba el cuadro. ¡Aaah…! Hubo una expresión de asombro y un caluroso aplauso. Era una impresionante figura de Jesús, con una linterna en la mano, tocando a la puerta de una casa que parecía algo abandonada. La puerta tenía yerbas, lo que daba la impresión de descuido. Jesús aparecía vivo, con el oído junto a la puerta, parecía querer oír si dentro de la casa alguien le respondía. Hubo muchos comentarios; todos admiraban aquella preciosa obra de arte. De pronto, un observador encontró un fallo en el cuadro: ¡Fíjense, la puerta no tiene cerradura! …  Así que se dirigió prontamente al artista:

¾"La puerta no tiene cerradura…".

El pintor respondió:

¾"Efectivamente, la puerta no tiene cerradura porque esa es la puerta del corazón del hombre, y el corazón sólo se abre desde dentro".

No hay peor cárcel que la de un corazón de piedra. La paz viene a través del perdón.

Una persona sí le abrió la puerta y cuenta su experiencia:

A los creyentes les quiero compartir lo vivido. Si Jesús nació en el año cero o en el siete, no lo sé. Si murió a los 33 o a los 34, Tampoco lo sé. Si eran reyes o magos los que lo visitaron, ¡qué más da! Eran personajes ilustres. ¿Que dónde está, que cuándo vuelve? No lo sé. Yo lo único que sé es que a mí, Jesús me tomó de la mano cuando más lo necesitaba. Me enseñó a sonreír y a agradecer las pequeñas cosas. Me enseñó a llorar con fuerzas y a dejar ir.
Me enseñó a despertarme agradecido y a acostarme con la cabeza tranquila.
A caminar muy lento y sin preocupaciones. Me enseñó a abrazar  al que me necesita
Me enseñó mucho, me enseñó todo. Me enseñó a quererme de verdad, a valorarme. A querer a quien está a mi lado y a darle la mano. Me enseñó que siempre me está hablando en lo cotidiano, en lo sencillo, a manera de mensajes y que para escucharlo, tengo que tener abierto el corazón.
Me enseñó que un gracias o un perdón lo pueden cambiar todo.
Me enseñó que la fuerza más grande es el amor y que lo contrario al amor es el miedo.
Me enseñó cuánto me ama a través de lo que yo amo a mi familia
Me enseñó que los milagros si existen.
Me enseñó que si yo no perdono, soy yo el que se queda prisionero, y para perdonar primero tengo que perdonarme.
Me enseñó que no siempre se recibe bien por bien pero que actúe bien a pesar de todo. Me enseñó a confiar en mí y a levantar la voz frente a la injusticia.
Me enseñó a buscarlo adentro de mí y no fuera.
Me dejó alejarme de él, sin enojarse, dejó que saliera a conocer la vida, a equivocarme y a aprender. Y me siguió cuidando y esperando.
Me enseñó que sólo estoy en la Tierra por un breve tiempo, y ocupo un lugar pequeño. Y me pide que sea feliz y viva en paz, que me esfuerce cada día en ser mejor y en compartir Me da luz, conociendo mi sombra, quiere que disfrute, que goce, que ría, que llore y que valore, que Él SIEMPRE va a estar conmigo; que aunque dude y tenga miedo, confíe, ya que esa es la fe: confiar en Él a pesar de mí.
Gracias Jesús por estar presente en mi vida y enseñarme a vivirla. Sé que te encarnaste para acompañarnos. Si supiéramos cuánto nos amas, lloraríamos de alegría. A todos nos dices lo que a San Francisco de Asís: “Comienza haciendo lo necesario, después lo que es posible y de repente estarás haciendo lo imposible”.

 Jesús toca a tu puerta. “Si tú me rechazas. Yo me quedaría frente a tu puerta”, dice.

“¿Ves mis brazos extendidos en la Cruz? Extendidos, más que abiertos y hasta la dislocación. Y siempre quedarán abiertos para ser tu refugio dulce y perfecto”, le dice Jesús a Gabriela Bossis. Gabriela le pide: “Señor, ya desde ahora quiero ver en tus brazos a mi familia, a mis amigos, a mis difuntos”. Dios: “Agrega también a los pecadores; a muchos pecadores, pues para todos abro tan ampliamente mis brazos. No te dé miedo pedir: llena mis brazos con pueblos enteros, con naciones, paganos, tu tiempo, el tiempo pasado, los siglos por venir. Yo quiero tener a los hombres, uno por uno. Hay muchos que no están ya sobre la tierra, pero tampoco están en el Cielo: tus plegarias acortan su destierro. También con esto me consolarás en mi Agonía de Moribundo de Amor. ¡Con qué agradecimiento cantarás mi agonía cuando la comprendas! Por ahora puedes darme la alegría de tu fe y de tu cariño, para que el arcángel me los dé a beber” (Él y yo, n. 976).

 


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