Una auténtica liberación
Existe la enfermedad, la angustia, la fatiga, la
contrariedad, el dolor…, pero el mal, lo que se dice mal, sólo hay uno: el
pecado. El pecado es lo que verdaderamente esclaviza al hombre. Quizá por ello,
cada vez que un sacerdote, en nombre de Jesucristo, nos absuelve de nuestros
pecados, se da una “liberación”, nos devuelve la libertad que Cristo ha ganado
para nosotros.
San Juan Pablo II decía que la persona que sabe confesar la
verdad de la culpa y pide perdón a Cristo, acrecienta la propia dignidad humana
y da muestras de grandeza espiritual (Dublín, 29-IX-1979). Sin estas palabras:
“Padre he pecado”, el hombre no puede entrar en el misterio de la muerte y de
la resurrección de Jesucristo, para sacar de él los frutos de la redención y de
la gracia. Hasta que el alma no llega a ver la propia iniquidad, hasta que el
corazón no se manifiesta contrito en la Confesión, hasta entonces el edificio
interior es precario.
En el siglo I, muchos pensaban que el Mesías vendría a
salvarlos de la tiranía del César, pero la misión de Él era salvarlos de una
tiranía mucho más grande, la del pecado.
San Juan Crisóstomo dijo: “Los sacerdotes han recibido un
poder que el mismo Dios no ha otorgado a los Ángeles o a los Arcángeles…, son
capaces de perdonar los pecados”.
Arrepentirse —afirma el filósofo Alfonso López Quintas ─ es
un acto que implica cierta dosis de creatividad. El que se arrepiente de haber
adoptado una conducta determinada asume su vida pasada como propia y decide
configurar su vida futura conforme a un proyecto existencial distinto. Estos
dos actos sólo son posibles si uno es capaz de sobrevolar su vida, valorarla,
discernir si sigue una vía recta o falsa, (…) sentirse responsable de las
actitudes adoptadas en el pasado y estar dispuesto a cambiarlas por otras más
ajustadas a las exigencias de la propia realidad.
En la confesión no se realiza un diálogo humano, sino un
diálogo divino: nos introduce dentro del misterio de la misericordia de Dios.
Jesús dio a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados. "Reciban el
Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados, a
los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar " (Jn 20,22-23). Los
únicos que han recibido este poder son los Apóstoles y sus sucesores.
Es interesante notar
que Jesús vinculó la confesión con la resurrección (su victoria sobre la muerte y el
pecado), con el Espíritu Santo (necesario para actuar con poder) y con
los apóstoles (los primeros sacerdotes): el Espíritu Santo actúa a través de
los Apóstoles para realizar en las almas la victoria de Cristo sobre el pecado
y sobre la muerte.
Un converso, Patrick Madrid,
relata su experiencia en pocas palabras: “La conversión es una forma de
martirio. Requiere que uno se rinda ¾en cuerpo, mente,
intelecto y fe a Cristo. Demanda docilidad y apertura total a ser llevado hacia
la verdad aunque para muchos la verdad se halle en la dirección “hacia donde
nadie quiere ir” (Jn 21, 18-19).
Cada uno de nosotros está
llamado a abrazar el martirio. Los católicos están llamados a rendirse
diariamente a su llamada a la santidad en medio del mundo. Los no-católicos son
llamados también, pero primero tienen que atender a la invitación de Jesús para
entrar en la plenitud de la verdad ¾la Iglesia Católica.
Para algunos este acto es fácil y pleno de alegría. Para muchos, es detestable.
Pero el martirio es también gozoso, es como la muerte del grano de trigo que
debe morir para dar fruto.
El demonio es enemigo del hombre. Satanás es el trono del
orgullo, y la única arma para derrotarlo es la humildad. Y la confesión nos
ayuda a vivir la humildad porque reconocemos lo que está mal y pedimos perdón.
No se trata de qué tan santo es el sacerdote ya que él perdona por el poder de
Dios, importa más quién soy yo. Al recibir la absolución quedamos
desencadenados, pero el alma está débil, por eso necesitamos la Eucaristía. ¡Si
supiéramos lo que es la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, quedaríamos
en éxtasis nada más pisar la iglesia!
Santo Tomás escribe que sólo hay dos bienes que pueden
presentarse como absolutos, y, por lo tanto, guiar el resto de las acciones: la
gloria de Dios o la propia estima.
Carlos III fue un monarca muy débil, borbón. En su lecho de
muerte no encontraba la paz. Le llevaron a un franciscano que le dijo: “Majestad,
Dios escribe nuestros pecados sobre arena, y basta una lágrima para que los
borre”. Y eso le ayudó.
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