Jesucristo es paradójico
Jesús nos dice: Yo te amo a ti, preciosa criatura, no sólo con amor de Hombre sino con Amor de Dios. Para cada criatura Yo tengo un amor “especial”, y ese amor es según está hecho su corazón, que lo conozco Yo porque lo formé, y en Mí fue creado pues soy Dios. Yo puedo colmar a cada alma si viene a Mí y se deja. Colmaría cada recodo de su alma, algo que no puede hacer una criatura humana. El amor de cada persona es distinto. Constrúyelo tú para Mí (cfr. La verdadera devoción al Corazón de Jesús, 17-04-2016). “Te amo como si fueras el único ser en el mundo en el que Dios puede depositar su amor. Imagínate lo inmenso, la magnitud de ese Amor” (19-11-2016).
La pregunta más importante que Jesús nos hace es:
- ¿Quién dices tú que soy yo?
Pedro respondió:
- Tú eres el Mesías, hijo de Dios vivo.
Jesucristo, dice José Luis Martín Descalzo, era un incomprendido. Los
violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban, en
cambio, violento y peligroso. Los cultos le despreciaban y le temían. Los
poderosos se reían de su locura. Había dedicado toda su vida a Dios, pero los
ministros oficiales de la religión de su pueblo lo veían como un blasfemo y un
enemigo del cielo. Eran ciertamente muchos los que le seguían por los caminos
cuando predicaba, pero a la mayor parte le interesaba más los gestos asombrosos
que hacía o el pan que les repartía, que las palabras que salían de su boca[1].
Su historia ha servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo
el arte que ha producido el mundo desde que él vino a la tierra. Y cada año,
decenas de miles de hombres y mujeres dejan todo para seguirle, como aquellos
primeros doce.
¿Quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han
amado hasta la locura y en cuyo nombre se ha hecho tanta violencia? Desde hace
más de dos mil años, su nombre ha estado en la boca de millones de agonizantes,
como una esperanza, y de millares de mártires como un orgullo.
¿Quién es este personaje que parece llamar a la entrega total, este
personaje que cruza de medio a medio la historia como una espada ardiente?
¿Quién es y qué hemos hecho de él, cómo hemos usado o traicionado su voz? ¿Es
bálsamo que cura o espada que hiere? ¿Quién es? El hombre o la mujer que no ha
respondido a esa pregunta, puede estar seguro de que aún no ha comenzado a
vivir. Conocerlo no es una curiosidad. Es algo que pone en juego nuestra
existencia. Jesús exige respuestas absolutas. Él asegura que creyendo en él, el
hombre salva su vida, e ignorándole, la pierde. Se presenta como el camino, la verdad y la vida. Por eso
nuestra vida cambia según sea nuestra respuesta a la pregunta sobre su persona.
La imagen de Jesucristo es como un gran
mosaico en el que cada generación logra apenas descubrir una piedrecilla...
Quizá la suma de los afanes de todos los hombres de la historia, termine por
parecerse un poco a su rostro, el rostro santo que sólo acabaremos de descubrir
“al otro lado”, el rostro que demuestra que sigue valiendo la pena ser hombre,
el rostro de la Santa Humanidad de nuestro Dios.
En
tiempo de Jesucristo, Jerusalén y Palestina eran un rincón del mundo, un rincón
de los menos conocidos y de los más despreciados. El antisemitismo es un
fenómeno muy anterior a Jesucristo. A Cicerón se le atribuye la frase de que el Dios de los judíos debe ser un dios muy
pequeño, pues les dio una tierra tan pequeña como nación.
Este país ignorado y este pueblo despreciado
iban a ser, sin embargo, los elegidos por Dios para hacer la mayor aportación a
la historia del mundo y de la humanidad. Porque Israel iba a dar tierra,
patria, raza, carne, al mismo Dios cuando decidió hacerse hombre.
En el pueblo judío todos coincidían en algo:
en la ansiosa espera del Mesías. Entra en el estilo de Dios hacerse esperar,
desear vehementemente, pero su descubrimiento supera el deseo y la esperanza.
Jesús es hebreo, quiso ser judío y jamás
abdicó de su condición de miembro del pueblo al que amaba apasionadamente y a
cuya atención quiso reducir toda su tarea personal. Todo su pensamiento brota
de la tradición judía. Vino a superar la Ley y los profetas, pero no a
abolirlos. Sólo cuando las interpretaciones estrechas de esa ley se contraponen
a su mensaje de amor mucho más universal, señala el se os ha dicho, pero yo os digo.
Cuando Jesús comenzó a predicar, todos le
rodearían, algunos con sus corazones abiertos, otros con zancadillas y
cuchillos. Era la hora. El Cordero iba a subir al altar. El sembrador tenía ya
la palma de la mano hundida en la semilla para comenzar la siembra. El mundo
era un campo de esperanzas y pasiones.
San Luis María Grignion de Montfort dice: Entre las múltiples causas que
debieran movernos a amar a Jesucristo está “la consideración de los dolores que
quiso padecer para mostrarnos su amor... porque este amantísimo salvador ha
trabajado y sufrido muchísimo para redimirnos. ¡Oh cuántas penas y amarguras
hubo de soportar!” (Cap. XIII n. 154).
Jesús decide “vencer el mal del mundo, no
oponiendo violencia a la violencia, rechazo al rechazo, sino venciendo el mal a
fuerza de bien, la violencia a base de bondad, la rebeldía con el perdón. Un
arte sumamente difícil, pero que con su ayuda se puede lograr, al menos alguna
vez” (Cantalamessa 235).
[1] Cf. José Luis Martín
Descalzo, Vida y misterio de Jesús de
Nazaret, I, Los comienzos, ed. Sígueme, Salamanca 1998, p. 9.
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