Lleva contigo tu Crucifijo
- ¡Hermana, deme un revolver! No puedo más. ¡Deme un
revolver!
Así gritaba un enfermo de artritis, desesperado bajo las
garras de un violento ataque. Sucedió en un hospital de Nevers, en Francia. La
religiosa no se inmutó. Pensó un momento y luego le entregó al enfermo un
crucifijo, diciéndole:
- Esta es el arma que usted necesita.
Aquel hombre, a la vista de Cristo paciente, que sufrió
todas las penas y angustias por nosotros, fue serenándose poco a poco.
Tener un Crucifijo y ponerlo en la mesa de trabajo y
llevarlo en el bolsillo, es una costumbre que nos trae el recuerdo del amor de
Jesús, la expresión de su deseo de tenernos con Él para siempre.
En la Edad Media se patinaba en hielo usando en los pies
los espinazos de los peces. Ludivina fue una joven que nació en Holanda en
1380. Hasta los 15 años era una muchacha como las demás. Ludivina era
aficionada al patinaje sobre hielo. Un día se cayó haciendo ese deporte y se
lastimó la columna. El caso es que fue erróneamente tratada y tuvo una
supuración interna, que le provocaba dolores insoportables y una lenta y
continua debilidad de su organismo. Los médicos dijeron que no había nada que
hacer.
Los médicos no la ayudaron, pero encontró a un sacerdote,
el Padre Pott, que la auxilió. Llevó a la enferma ante una cruz y le dijo estas
palabras: “He aquí tu libro, léelo continuamente”. Y esa lectura transformó a
la joven. Meditó mucho la Pasión de Cristo y descubrió que su vocación era
ofrecer sus dolores por la conversión de los pecadores. Decía que la meditación
de la Pasión del Señor y la Comunión eran las dos fuentes que le daban valor,
paz y alegría.
El perdón, que nos dan al confesar nuestros pecados en el
Sacramento de la Reconciliación, viene de la Cruz. El misterio de la Cruz se
prolonga en la Eucaristía. “En la Sangre de Cristo encontramos la fuente de la
misericordia”, decía Santa Catalina de Siena. La reconciliación encuentra su
sello en la Eucaristía. La comunión requiere un corazón limpio y purificado.
Permanecer con Él hace que nuestra vida sea fecunda y, con
la adoración permanecemos con Él.
El hombre no es bueno por naturaleza. La naturaleza del
hombre tiende al pecado. Pero Dios lo ha redimido con la Cruz.
En una moción, Jesús le dice a Gabriela Bossis: “Ofréceme
todas las cruces de la tierra, tan numerosas en este momento, casi nadie piensa
en ofrecérmelas como expiación por los pecados… No te admires de tener
contratiempos; no fuiste hecha para el descanso en la tierra, sino para el
reposo del Cielo”. (El y Yo, pp.
454,455).
Dios
le reveló a Santa Gertrudis, que quien mira devotamente el Crucifijo, siempre
que le mire es mirado por Jesús con amor.
¿Cómo
afronta Jesús su crucifixión?
Según el Padre la Palma, una honda alegría le llevó a Jesús
a llevó a extender sus brazos sobre la Cruz, para que se supiera que sus brazos
estaban abiertos para los pecadores arrepentidos… Vio a los mártires, que por
su amor, iban a padecer un martirio semejante. Vio el amor de sus amigos, vio
sus lágrimas ante la cruz. Vio el triunfo que alcanzarían los cristianos con el
arma de la cruz. Vio a tantos hombres que iban a ser santos, porque supieron
vencer al pecado y morir como Él (cfr. La
Pasión del Señor, pp. 168s).
Jesús pensó ese día cómo íbamos cada uno de nosotros a
besar el crucifijo.
Gregorio Marañón fue un médico converso que recitaba una
copla popular a la Virgen, con emoción: “Te llamé en la angustia mía, Virgen de
la Soledad. Y me diste compañía; ¿quién pudiera decirlo mejor?”.
Pemán hace también una derivación de la soledad de María:
Y
séame por piedad, / Señora del mayor duelo, / tu
soledad
sin consuelo, / consuelo en mi soledad.
FUENTE: Ricardo Sada,
Meditaciones de Semana Santa y Pascua (tomadas de Cinco&cinco, Minos,
México 2015), Gabriela Bossis, Él y yo
y Reflexión de Justo Lofeudo.
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