La fe
Benedicto XVI
dejó escrito: “La razón no se salvaría sin la fe, pero la fe sin la razón no
sería humana”.
La fe
no la establece la razón, sino la Sagrada Escritura y la Tradición.
La fe es la respuesta amorosa al amor de Dios manifestado en Jesucristo:
“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el
que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Ioh 3, 16).
La fe tiene capacidad para iluminar toda la existencia
del hombre; cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban
languideciendo. No se trata de razonar mucho sino ver las cosas desde las
causas altísimas.
El Señor le dijo a una mujer que está en proceso de
beatificación (Josefa Menéndez): El mundo está lleno de odio y vive en
continuas luchas: un pueblo contra otro, unas naciones contra otras, y los
individuos entre sí, porque el fundamento sólido de la fe ha desaparecido de la
tierra casi por completo. Si la fe se reanima, el mundo recobrará la paz y
reinará la caridad… Déjate convencer por la fe y serás grande, déjate dominar
por la fe y serás libre. Vive según la fe y no morirás eternamente (18
junio 1923).
La fe no se opone a la civilización. Cuanto más arraigada está en los
hombres y en los pueblos, más se acrecienta en ellos la ciencia y el saber, porque
Dios es la sabiduría infinita. Y donde no hay fe, desaparece la paz, y con ella
la civilización y el progreso, introduciéndose en su lugar la confusión de
ideas, la división de partidos, la lucha de clases y, en los individuos, la
rebeldía de las pasiones contra el deber, y así el hombre pierde su deidad, que
es su verdadera nobleza.
Lo que distingue al cristiano es la fe, y, concretamente, la fe en que
el Hijo de Dios se ha hecho hombre para salvarnos.
Existe un vínculo entre la pureza de corazón, la del cuerpo y la de la
fe (CEC 2518). Los fieles deben creer los artículos del Símbolo “para que,
creyendo, obedezcan a Dios; obedeciendo, vivan bien; viviendo bien, purifiquen
su corazón; y purificando su corazón, comprendan lo que creen” (San Agustín, fidet symb. 10, 25).
Hace unos años, el Cardenal Ratzinger decía que la fe cristiana brilla
con dos grandes testimonios. El primero es la santidad, la caridad heroica de
los santos. Y el segundo es la belleza del arte cristiano que rodea la
liturgia. Los dos son signos de Dios y llevan a Dios.
Benedicto
XVI dijo: «La escuela de la fe no es una marcha triunfal, sino un camino
salpicado de sufrimientos y de amor, de pruebas y fidelidad que hay que renovar
todos los días». «Pedro, que había prometido fe absoluta, experimenta la
amargura y la humillación del que reniega: el orgulloso aprende, a costa suya,
la humildad», indicó, mostrando la clave que hizo de Pedro un apóstol.
(Audiencia miércoles, 24 mayo 2006).
No se
quiere comprender que la presencia del hombre en la tierra está en orden a la
vida eterna, que la tierra es exilio y campo de una lucha, no querida por Dios
sino por el odio, por la envidia y la rivalidad de Satanás y de sus diabólicas
legiones.
Cristiano
es quien vive de fe, de esperanza y de caridad; dones derramados por el Padre
celestial en nosotros. Son estas virtudes las que hacen posible el despliegue
del germen de vida sobrenatural recibido en el Bautismo. En la vida cristiana,
la fe proporciona sobre todo un pleno conocimiento de la voluntad de Dos, de
modo que se siga una conducta digna de Dios, agradándole en todo, produciendo
frutos de toda especie de obras buenas y adelantando en conocimiento de Dios
(cfr.Gaudium et spes, n. 11).
Cuando la fe se ha perdido también se pierde la
verdadera comprensión de los acontecimientos humanos.
Esto dice el profeta Jeremías: “Maldito el hombre que confía en el
hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón. Será como un
cardo en la estepa, que no disfruta del agua cuando llueve; vivirá en la aridez
del desierto, en una tierra salobre e inhabitable” (Jeremías 17,5-8).
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