Hablar con Dios

 


Le preguntaron a un hombre:

-       ¿Qué ganas al hacer oración?

-       Nada…, pero déjame decirte lo que he perdido: la inseguridad, la ira, el egoísmo exagerado, la depresión y el miedo a la muerte.

Dios creó al hombre para que disfrutara de íntima unión con Dios, por eso lo hizo a su imagen y semejanza. Pero Adán desobedeció el mandato de Dios, y ese pecado afectó al cuerpo con la muerte, al alma con el descontrol o desorden de las pasiones y al espíritu con la posible muerte segunda

 

La gente dice: “Dios no me oye”. Habría que contestarle:

-Y tú, ¿oyes a Dios?

Le preguntan a María Simma, -campesina alemana recién fallecida- experta en el purgatorio:

—Si yo no rezo y hoy deseo hacerlo, ¿qué me aconsejaría?

Contesta:

—Apague la televisión, desconecte el teléfono, vaya a su habitación y cierre la puerta. Busque una fotografía de Jesús o un Crucifijo y predisponga su atención en esa dirección. Durante este tiempo de oración, entréguele su corazón a Él y solamente a Él. Podría empezar con 15 minutos de oración y luego aumentar hasta llegar a una hora. Si es constante durante un mes, se sorprenderá de la paz y el gozo que tendrá. Posteriormente se sentirá en la necesidad de cambiar radicalmente su vida (cfr. ¡¡Ayúdenos a salir de aquí!!, p. 52).

Edith Stein nació en 1891 en Breslavia (actualmente Wroclaw, Polonia) en el seno de una familia judía. Era la pequeña de siete hermanos. A los 13 años abandonó la práctica religiosa, declarándose agnóstica. En 1921 leyó la autobiografía e Santa Teresa de Jesús y se convirtió al catolicismo. Cuenta que en una ocasión, cuando aún no era católica, fue a Francfort con su amiga Rosa. Como les gustaba mucho el arte entraron en la catedral católica, de estilo gótico florido. Mientras recorrían en silencio las altas naves, observando las bóvedas de nervaduras, las impresionantes vidrieras y los diferentes retablos, vieron entrar en el templo a una sencilla mujer con la cesta de la compra cargada de verduras. La mujer se arrodilló y, cerrando los ojos, oró unos minutos. Luego se acercó a una imagen de la Virgen, y se fue. A la salida Edith no dejó de comentar la sorpresa que le causó el hecho:

-¿Has visto, Rosa? Esa mujer ha entrado a rezar, sin más.

—Sí, en los católicos eso parece algo normal.

—Esto es lo que me admira de esa religión –explicó Edith-. Ya sabes que a las sinagogas y a las iglesias protestantes sólo va la gente en los momentos en que hay oficios religiosos. Sin embargo, mira: ¡en medio de sus ocupaciones, esa señora entra en la iglesia a rezar a su Dios! ¿No es algo más auténtico, menos frío?

—Sí, es verdad –concede Rosa.

Esta sencilla anécdota tendrá para Edith un significado pleno allá por el año 1921. No la olvidará nunca.

Escribe San Agustín: Señor y Dios Mío: “óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte; ansié tu rostro con ardor. Dame fuerzas para la búsqueda, tú que hiciste que te encontrara (...) Ante ti está mi firmeza y mi debilidad: sana ésta, conserva aquella” (De Trinitate, XV, 28, 51)

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