Fidelidad a la propia vocación

 

La fidelidad a la vocación es un don de Dios, como lo es la vocación misma. Desde el comienzo de nuestra historia vocacional, está la iniciativa de Dios. Podemos plantearnos, ¿cómo amar mejor a Dios y a los demás? Quizás afanándonos por hacer mejor la oración, así Jesús nos abre nuevas perspectivas, nuevas maneras de ver las cosas.

Jesús lava los pies a los Apóstoles. Hombres frágiles, elegidos para ser el fundamento de la Iglesia. Han sentido miedo en la tormenta del lago, han dudado de la capacidad de su Maestro para alimentar a una multitud, han discutido de quién será el mayor, han experimentado el sufrimiento que supone seguirle…, pero no desertaron. Tras el discurso del Pan de Vida en Cafarnaúm, no lo dejaron.

En el cenáculo se produce una escena en dos actos: el lavatorio de los pies y la institución de la Eucaristía. Lo que nos hace ver que hay que dejar que Dios nos ame y que ame a través de nosotros. Dios cuenta con nuestros límites, con nuestra falta de comprensión ante lo divino o con nuestro cansancio físico. Pero el primer paso es descubrir la ternura que Jesús siente hacia nosotros. Seguir a Cristo significa aprender a amar como Él. El amor, todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1 Cor 13,7).

Se trata de querer vivir en la Voluntad de Dios, amar esa Voluntad. Se trata de amarnos como Él, Jesús, nos ha amado (cfr. Juan 13, 34). Este Mandamiento es un don de la comunión con Cristo. El Señor les descubre el Mandamiento y les da el Sacramento del Amor.

“Jesús camina entre nosotros como lo hacía en Galilea, dice el Papa Francisco. Él pasa por nuestras calles, se detiene y nos mira a los ojos, sin prisa. Su llamado es atractivo, es fascinante” (Ex. Ap. Christus vivit, n. 277).

Juan Luis Lorda decía recientemente en México: Todos somos cristianos rebajados, convivimos con cosas viejas, por eso no hay impacto. Nadie puede amar si no es en el Espíritu, amar de modo “loco”, estar dispuestos a darlo todo, pero somos moderados porque somos poca cosa.

A dos pregunta sobre vocación, contesta Juan Luis Lorda: La vocación pone orden en todo. La disposición de entrada es la de hacer lo que uno debe hacer, no lo que me gusta. ¿Hay unos límites razonables? La entrega misma no es razonable. El jolgorio es para algunas veces, no es permanente. La virtud está en el ordo amoris, decía San Agustín. ¿Qué pongo por delante, qué prefiero?

El libro de los Salmos arranca con un canto a la fecundidad de quien procura ser fiel a Dios y a su ley: Será como un árbol plantado el borde de la acequia (canal pequeño que conduce agua), que da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas: cuanto hace prospera (Cfr. Sal 1, 1-3).

Todas las obras de Dios son fecundas. “Pero es que yo no veo resultados”. – No se trata de verlos, quizás los frutos se vean en unos años. El Señor les recordó a sus apóstoles: “Yo os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Juan 15, 16).

Y ¿qué frutos produce nuestra fidelidad? Un cielo dentro de nosotros. En nosotros habita Dios. El Señor no baja del cielo un día y otro para quedarse en un copón, sino para encontrar otro cielo que le es más querido: el cielo de nuestra alma. Y nos sentimos infinitamente pagados y seguros de la alegría que damos al Señor con nuestra fidelidad.

Cuando dejamos que la presencia de Dios arraigue en nosotros, adquirimos una “firmeza interior”, desde la que se hace posible ser pacientes y mansos de corazón, ante nuestros límites y los de los demás. Decía San Juan María Vianney que nuestras faltas son granos de arena al lado de la grande montaña de la misericordia de Dios.

Nos contaba un sacerdote que, siendo muy joven, se preocupaba mucho por las personas a su cargo, y el Señor le dijo en su interior: “¡Las almas son mías!”.

Nuestra misericordia paciente, no se irrita ni se queja ante la contrariedad, se convierte así en bálsamo con el que Dios sana a los contritos de corazón, venda sus heridas y les hace más llevadero el camino de la conversión.

Es bueno recordar lo Dios nos ha asegurado: “Mis elegidos nunca trabajarán en vano” (Isaías 65,23) Por tanto, trabajar con abandono y confianza. Dios pone el incremento.


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