La expulsión de los jesuitas Parte I
La Compañía de Jesús llegó a estas tierras en 1572,
primero a petición de los franciscanos interesados en que los jóvenes
continuaran con sus estudios, y posteriormente a solicitud del Cabildo de la Ciudad
de México (1570). Felipe II expidió la Real Cédula para que se vinieran. En un
primer momento llegaron quince misioneros enviados por san Francisco de Borja,
y luego llegaron muchos más. El Padre Juan de Tovar hizo la traducción de un
catecismo a la lengua náhuatl.
A los dos años de llegar empezaron a fundar colegios, hasta
16, de Sinaloa a Guatemala, para empezar. La Compañía estuvo 190 años en el
virreinato. Su comienzo fue penoso pues algunos enfermaron del vómito prieto o negro, llamada así la
salmonelosis. Don Alonso de Villaseca los favoreció con algunos solares y con
recursos de su bolsa. Así comenzó la labor titánica de levantar la ciudadela jesuítica, como la llamó
Guillermo Tovar y de Teresa.
Para finales del siglo XVI, los jesuitas ya están
establecidos en Ciudad de México, Pátzcuaro, Oaxaca, Puebla, Valladolid
(Morelia), Zacatecas y Guadalajara. Inician misiones en las regiones de
Sinaloa, Durango, Coahuila, Zacatecas y San Luis Potosí. Durante los siglos
XVII y XVIII amplían su presencia en Chihuahua (Sierra Tarahumara), Sonora,
Baja California y Nayarit. Durante casi dos siglos consolidan una red de gran
importancia en la construcción de la nación mexicana a base de educar e
instruir en diversas ramas del saber.
No obstante, el decreto de expulsión de cerca de cinco mil
jesuitas que se encontraban bajo su autoridad, fue inapelable y la medida se
fue ejecutando en la América española y las Filipinas.
Hay que aclarar que los jesuitas fueron expulsados en primer
lugar de Portugal (1759), cinco años después, de Francia (1764) y tres años
después, de España (1767). Y muchos se preguntarán las causas. El rey respondió
que esas causas las reservaba en su real pecho.
La orden de expulsión llegó al virrey de Nueva España el
30 de mayo de 1767. Para cumplirla se tomarán muchas precauciones, porque el
gobierno español sabía que la noticia iba a ser muy mal recibida. Se combinaron
las disposiciones de manera que los comisarios llegaran a su punto de destino
el mismo día y aproximadamente a la misma hora, En esto el visitador Gálvez fue
muy sagaz. Menéndez y Pelayo dice que no eran necesarios tantos cuidados para
la épica hazaña de sorprender en sus casas a unos pobres clérigos indefensos, y
amontonarlos como bestias en pocos y malos barcos, arrojándolos sobre los
Estados Pontificios.
La noche del 24 de junio, el virrey marqués de la Croix,
reunió a la real audiencia y a otras autoridades, e hizo saber a todos que
había recibido del rey Carlos III un decreto en que ordenaba la expulsión de
sus dominios de la Compañía de Jesús.
Los Padres jesuitas, entre tanto, dormían tranquilos en
las 30 casas, 11 seminarios y más de 100 misiones donde se ocupaban de ejercer
su ministerio. La mayor parte de los jesuitas en Nueva España estaba formada
por mexicanos, que se veían expulsados de su país por un rey extranjero.
Se prohibía a los Padres toda comunicación de palabra o
escrita con todo género de personas.
El decreto del rey decía: “Se hace saber a todos los habitantes
de este imperio que el rey, nuestro señor, por causas que reserva a su real
ánimo, se ha dignado mandar se extrañen de las Indias a los religiosos de la
Compañía, así sacerdotes como coadjutores o legos (…)”. Termina
diciendo: “deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de
España, que nacieron para callar y obedecer, y no para discutir ni opinar en
los graves asuntos del gobierno”.
El dolor el pueblo fue inmenso, y fueron los mismos
jesuitas los que les pidieron no sublevarse y obedecer al monarca. Un acto
verdaderamente heroico.
En Guanajuato el pueblo si se levantó y el Comisionado
tuvo que huir y refugiarse en las casas del Ayuntamiento, para volver después.
En San Luis Potosí, la resistencia popular hizo que la
orden se retardara hasta el 24 de julio. 40,000 indios salieron al grito de ¡Viva el rey y muera el mal gobierno!,
abrieron los carruajes y se llevaron a los jesuitas al Convento de la Merced,
lugar seguro. Finalmente llegaron más soldados con el visitador José de Gálvez
y se llevaron a los religiosos a Jalapa, escoltados. Gálvez dio la pena capital
a los cuarenta hombres que los habían defendido con gran valentía, y a otros se
les envió a la cárcel o se les aplicaron multas.
Los soldados que los llevaron a los puntos de reunión, estaban
avergonzados de sacarlos de sus iglesias.
Los desterrados salieron de Veracruz en varios barcos.
Toda la población estuvo en los muelles a despedirlos. Al levantar anclas, el
pueblo los vio de rodillas, mirando hacia la tierra de la que los expulsaban.
Los barcos eran incomodísimos, los pasajeros iban amontonados en estrechos
camarotes oscuros, entre enfermos y moribundos. Cerca de cinco mil murieron
antes de llegar a La Habana (cfr. Alfonso Trueba, La expulsión de los jesuitas, Ed. Jus, 1957, p. 45).
Comentarios
Publicar un comentario