Seguir a Cristo
El cristianismo es un encuentro personal con Cristo, es
preciso tratarle, enamorarse de Él. Algunas personas muestran una fe muerta
porque no tienen vibración en su proceder. Seguir a Cristo es actualizar el
sacerdocio común o real que viene del Bautismo.
Al seguir a Cristo llega el momento en que nos
encontramos con la Cruz. Amar la Cruz no es cuestión de fortaleza humana, sino
de amor sacrificado. El amor a la Cruz es algo que no sale espontáneamente.
¿Por qué habrá querido Dios el camino de la Cruz? Es algo misterioso, pero sin
sacrificio no hubiera sido posible la gloria de la Resurrección. La Cruz es
signo del triunfo del amor.
Explica el Papa Benedicto: “No hay amor sin sufrimiento,
sin el sufrimiento de la renuncia a sí mismo, de la transformación y
purificación del yo… Donde no hay nada por lo que valga la pena sufrir, incluso
la vida misma pierde su valor. La Eucaristía, el centro de nuestro ser
cristianos, se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, nació del
sufrimiento del amor, que en la cruz alcanzó su culmen. Nosotros vivimos de
este amor que se entrega. Este amor nos da la valentía y la fuerza para sufrir
con Cristo y por él en este mundo, sabiendo que precisamente así nuestra vida
se hace grande, madura y verdadera” (Homilía
de las vísperas de la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, 24-VI-2008).
La virtud está en el ordo
amoris, decía San Agustín. Cada uno tiene su propio ordo amoris. ¿Qué pongo por delante, qué prefiero? A una pregunta
sobre vocación, contesta un experto, Juan Luis Lorda, y dice: La vocación pone
orden en todo. La disposición de entrada es la de hacer lo que uno debe hacer,
no lo que me gusta. Y una doctora le pregunta “¿Hay unos límites razonables en
la vocación?”. A lo que contesta: “La entrega misma no es razonable”.
San Bernardo escribía: “El amor satisface por sí solo...
es lo único con lo que la criatura puede responderle a su Creador” (Sermo 83).
San Agustín decía: “Mi amor es lo que me da solidez” y habla con fuerza de la
fidelidad: “Si dijeras basta, pereciste. Ve siempre a más, camina siempre,
progresa siempre. No permanezcas en el mismo sitio, no retrocedas, no te
desvíes” (Sermo 169, 15; PL 38, 926).
En el relato de la Pasión del Señor vemos las decisiones
malas de Pedro y de Judas, pero lo decisivo es qué viene después. Aunque las
decisiones del pasado son el fundamento, las decisiones del futuro son el
resultado. Lo que hayamos hecho es el cimiento donde estamos parados, pero lo
que decidamos en el futuro va a determinar el resultado. Las decisiones más
importantes no las hemos tomado todavía. Por eso en la piedad cristiana rezamos
por las decisiones finales, allí nos puede acechar la desesperación. Cuando
Cristo vence las tentaciones el enemigo se aleja hasta nueva ocasión.
Necesitamos el corazón libre y el alma llena de luz para decidir. Lo importante
es lo que hagamos de aquí en adelante.
En una novela que leí, El Librero de Varsovia, de O’Brien, un sacerdote aconsejaba así al
protagonista, Pawel: “Queremos el paraíso sin la Cruz, olvidando que la Cruz es
la única forma de recuperar la armonía original que perdimos en la primera
caída. Esta es la puerta estrecha.” En otro momento de esa novela, después de
una Confesión sacramental, el sacerdote le dice a Pawel: “Tu humillación de
ahora, será tu gloria. Cuando venga la calma, darás gracias a Dios por todos y
cada uno de tus sufrimientos”.
Jesús, la más perfecta revelación de Dios es fiel a Dios
y fiel a nosotros. Lo que Dios es se refleja en la vida de Jesús, confía en
Dios Padre que es rico en misericordia y en fidelidad. Y en el seguimiento de
Cristo estamos invitados a ser fieles como expresión de nuestro amor, un amor
universal, sin límites y sin discriminaciones. Estamos llamados a ser fieles, a
imitación de Jesucristo, a Dios y a nuestros hermanos. Entre los humanos, la
perfección de la fidelidad es la reciprocidad. La fe en la fidelidad divina da
fuerza a nuestra esperanza.
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