La soberbia
“Muchos habrían sido sabios si no hubieran creído demasiado
pronto
que ya lo eran”, dijo Séneca
Intentos de supremacía
"Esta hija mía no me obedece, es un desastre", se oye decir a veces.
Pero quizá seas tú el que ejerces la autoridad de una forma desastrosa, se
podría responder también. Las personas que componen la familia son de una
determinada manera y hay que aceptarlas como son, ayudándoles a mejorar y sin
dejar a nadie por imposible.
Hay muchos detalles que refuerzan ese natural fluir de la autoridad de los
esposos. Veamos algunos ejemplos:
· procurar someterse ambos
a una cierta colegialidad en las decisiones de alguna importancia;
· acostumbrarse a dar
cuenta de dónde estamos y de las cosas que hacemos, y no molestarse si nos lo
preguntan;
· tener en mucho el juicio
ajeno (y quizá en algo menos el propio);
· fomentar las iniciativas
de los demás sin poner pegas sistemáticamente; las frases como "eso que
dices no puede salir bien", "déjame a mí", "tú de esto no
entiendes", etc., repetidas con frecuencia, son muy mala señal;
· saber ceder; y si luego
falla lo que el otro decía, no pasarse el resto de la vida recordándoselo.
El mal genio
Algunas personas parece como si se rodearan de alambre de espino, como si se
convirtieran en un cactus, que se encierra en sí mismo y pincha. Y luego,
sorprendentemente, se lamentan de no tener compañía, o de que les falta el
afecto de sus hijos, o de sus padres, o de sus conocidos.
La cólera es también muy peligrosa,
porque en un momento de enfado podemos producir heridas que luego tardan mucho en cicatrizar.
Hay personas que viven heridas por un comentario sarcástico o burlón, o por una
simpleza estúpida que a uno se le escapó en un momento de enfado, casi sin
darse cuenta de lo que hacía, y que quizá mil veces ha lamentado haber dicho.
Los enfados suelen ser contraproducentes.
—Entonces, ¿dices que no hay que enfadarse nunca?
Fuller decía que hay dos tipos de cosas por las que un hombre nunca se debe
enfadar: por las que tienen remedio y por las que no lo tienen. Con las que se
pueden remediar, es mejor dedicarse a buscar ese remedio sin enfadarse; y con
las que no, más vale no discutir si son inevitables.
—Eso es un poco exagerado. A veces, enfadarse puede ser incluso formativo, por
ejemplo para remarcar a los hijos que algo que han hecho está mal.
Tienes razón, pero son muy poco frecuentes los enfados por motivos serios y
profundos. Y menos aún los que resuelven algo. Hay que ser persona muy
equilibrada para que los enfados no sean contraproducentes.
El mal genio deteriora la unidad de la
familia. Y cuando una persona se inhibe o se desentiende suele hacer daño,
pero cuando desune es fácil que haga aún más.
Susceptibilidad. “Piensa bien y acertarás”.
Las personas susceptibles acarrean una pesada desgracia: la de ser retorcidos. Complican lo sencillo y agotan al más
paciente. Viven siempre con la guardia en alto, a pesar de lo cansado que eso
resulta.
Imaginan en los ojos de los demás,
miradas llenas de censura. Una pregunta cualquiera es interpretada como una
indirecta o una condena, como una alusión a un posible defecto personal. Con
ellos hay que medir bien las palabras y andarse con pies de plomo, para no
herirles en el momento menos pensado.
La susceptibilidad tiene su raíz en el
egocentrismo y la complicación interior. "Que si no me tratan como
merezco..., que si ése qué se ha creído..., que no me tienen consideración...,
que no se preocupan de mí..., que no se dan cuenta...", y así ahogan la
confianza y hacen difícil la convivencia con ellos.
Veamos algunos ejemplos de ideas para alejar ese peligro:
- guardarse de la continua sospecha,
que es un fuerte veneno contra la amistad y las buenas relaciones
familiares;
- no querer ver segundas intenciones
en todo lo que hacen o dicen los demás;
- no ser tan ácidos, tan críticos,
tan cáusticos, tan demoledores: no se puede ir por la vida dando manotazos
a diestro y siniestro;
- salvar siempre la buena intención
de los demás: no tolerar en la casa críticas sobre familiares, vecinos,
compañeros o profesores de los hijos;
- confiar en que todas las personas
son buenas mientras no se demuestre lo contrario: cualquier ser humano,
visto suficientemente de cerca y con buenos ojos, terminará por
parecernos, en el fondo, una persona encantadora (Plotino decía que todo
es bello para el que tiene el alma bella); es cuestión de verle con buenos
ojos, de no etiquetarle por detalles de poca importancia ni juzgarle por
la primera impresión externa;
- no hurgar en heridas antiguas,
resucitando viejos agravios o alimentando ansias de desquite;
- ser leal y hacer llegar nuestra
crítica antes al interesado: darle la oportunidad de rectificar antes de
condenarle, y no justificarnos con un simple "si ya se lo dije y no
hace ni caso...", porque muchas veces no es verdad.
- soportarse a uno mismo, porque
muchos que parecen resentidos contra las personas que le rodean, lo que en
verdad les sucede es que no consiguen luchar con deportividad contra sus
propios defectos.
Jesús le dice a la mística italiana, Luisa Picarreta, “¡Cuánta
ruina hace en el alma la soberbia, basta decirte que forma un muro de división entre
la criatura y Dios!” (Libro de Cielo 6-40).
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