El tesoro de la Fe
El autor de El Principito, Saint-Exupery,
dice:
Lo esencial
es invisible para los ojos.
La fe es creer en lo que no he visto, y confiar en que la Voluntad de
Dios es mejor que la mía. Decirle: “Señor, que yo te vea detrás de todo
acontecimiento grande o pequeño”.
A Dios hay que
pedirle todo menos explicaciones…, con el paso del tiempo entenderemos lo que ahora no
se entiende. Dios permite muchas cosas para afianzarnos en la fe; nos prueba a
través de tentaciones. El demonio pone de su parte pesimismo, ansias,
angustias, temores e imaginaciones que nos llevan a perder la paz. Si luchamos
por ser humildes, venceremos. La soberbia que nos ataca, es ver todo desde el
propio yo: el yo es el centro, es el referente, es la medida de todo. Gran parte de nuestra lucha tiene que ir
por no ser el centro, porque Dios sea el centro de la vida. El humilde reza
mucho porque sabe que solo no puede nada, y que Dios pone el incremento si hay
confianza en Él. Entre menos aparece el yo es más fácil la convivencia con los
demás.
Entre más cerca de Dios está una persona más sensible es para arrepentirse y pedir perdón, más
consciente es de que debe de cambiar. Juan Pablo II escribe: “No podemos olvidar que la
conversión es un acto interior de una especial profundidad, en el que el hombre
no puede ser sustituido por los otros, no puede hacerse “reemplazar” por la
comunidad.” (Redemptor hominis, n.
20).
Muchas
conversiones vienen precedidas por una crisis. La conversión es el paso del yo a “ya no más yo”.
En el libro Mi vuelta a Dios,
Peter Seewald —el que entrevista a Benedicto XVI— cuenta que estaba solo, de
viaje en un tren, y decidió leer el Evangelio según San Mateo. Narra: Leí
–dice- como nos enseñó a leer textos un viejo profesor de mi escuela.
Acostumbraba a decir que todo escrito delata a su autor: “Puedes saber todo de
una persona, si conoces su lenguaje. No te conformes con lo que otros han
pensado o han dicho. Tú eres el primer lector. Se ha escrito sólo para ti, y si
lo estudias con los sentidos abiertos, aprenderás”. Leer el Evangelio bajo esta
luz fue estremecedor. Ninguna de las personas que yo conocía podía escribir
así. La dicción de ese texto, las afirmaciones, las asociaciones, todo lo que
decía Jesús y cómo lo decía, casi todo estaba completamente fuera del ámbito
humano. ¡Dios mío!, pensé, apoyé la cabeza en las manos y contemplé durante
mucho tiempo desde la ventana el mundo (…) Eso que acabo de leer no es otra
cosa que
Peter Seewald sigue diciendo en su libro Mi vuelta a Dios: Más
adelante me pareció que los cristianos tienen una serie de ventajas que no
había visto nunca. ¿No son más naturales y al mismo tiempo más sobrenaturales,
porque intentan participar de lo invisible y de lo infinito? ¿No tienen un
mayor consuelo pues saben que sus pecados les son perdonados? Tienen la
tradición con todo lo que los hombres han vivido, han enseñado, han
experimentado a lo largo del tiempo. Tienen palabras sacras que les dan fuerza.
Se pueden alegrar mejor porque Dios les regala todo…Tienen los artistas más
geniales, los templos más bellos. Incluso tienen a los ángeles a su lado… Y
tienen la Buena Nueva sobre la que pueden meditar (cfr. p. 106s).
Yo no quería conocer la verdad
light de la fe. Los sacerdotes que se avergüenzan de las verdades de fe de
Una fe viva, verdadera, vivida hora tras
hora en una ofrenda continua, haría inflamar un incendio purificador en toda la
Iglesia; sería capaz de detener la hemorragia de almas encaminadas a la
perdición eterna.
Hace unos años, el Cardenal Ratzinger decía que la fe cristiana brilla
con dos grandes testimonios. El primero es la santidad, la caridad heroica de
los santos. Y el segundo es la belleza del arte cristiano que rodea la
liturgia. Los dos son signos de Dios y llevan a Dios.
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