Felipe y el etíope ¿Entiendes lo que lees?

 


Al relatar los primeros pasos de la expansión de la joven Iglesia desde Jerusalén, san Lucas nos introduce en el carruaje de un funcionario etíope, encargado de la administración del patrimonio del reino de Nubia, al sur de Egipto, que había ido a Jerusalén a adorar al Dios de Israel (cfr. Hechos 8, 27-28). Ya de regreso a su tierra, este peregrino leía a Isaías. Dios mueve al diácono Felipe para que intervenga. “Corrió Felipe a su lado y oyó que leía al profeta Isaías. Entonces le dijo: ¿Entiendes lo que lees? El respondió: - ¿Cómo lo voy a entender si no me lo explica alguien? Rogó entonces a Felipe que subiera y se sentase junto a Él” (Hechos 8, 30-31). El superintendente se había detenido en aquellas palabras proféticas. “Como oveja fue llevado al matadero…” (Isaías 53, 7-8). Felipe le anunció en Evangelio de Jesús y, tras bautizarlo en una fuente junto al camino, le confió a la acción misteriosa del Espíritu Santo. En esta conversación Felipe muestra a su interlocutor a “Jesús que estaba oculto y como aprisionado en la letra” (San Jerónimo, Carta 53, 5).

También nosotros, escribe el Papa Francisco, estamos llamados a “ser instrumentos vivos de la transmisión de la Palabra” (Carta Misericordia et misera, n. 7).

La Palabra de Dios es una Palabra que atraviesa los siglos, y necesita un lector que atraviese también los siglos: el pueblo de Dios que camina en la historia. Por eso, decía san Hilario que “la Sagrada Escritura está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de lis libros escritos” (PL 10, 570).

El anuncio de la Palabra de Dios cobra una fuerza particular cuando se lee en la asamblea litúrgica. Como sucede cuando con la lectura de la Torah por parte de Esdras (cfr. Ne 8, 1-12). En ese momento la mayor parte del pueblo ha vuelto de Babilonia, y recibe la Palabra de Dios con una emoción contenida durante décadas de exilio. La multitud llora porque percibe la distancia entre su vida y los mandamientos del Señor.

Jesús leerá al profeta Isaías en la sinagoga de Nazaret, que anuncia su llegada: “El Espíritu del Señor está sobre mí (…); me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos” (Lc 4, 18). Dios sigue hablando hoy con nosotros, como con sus amigos, se “entretiene” con nosotros, para ofrecernos su compañía y mostrarnos el sendero de la vida.

Si nos toca leer la liturgia de la Palabra durante la Santa Misa, hay que leer dando sentido, marcando bien las pausas necesarias, por eso hay que ensayar antes de pasar a leer, para no “atropellar” la Palabra. No se lee como si se tratara de una simple información, sino desde un corazón caldeado por el cariño de “toda Palabra que procede de la boca de Dios” (cfr. Mt 4,4).

La Biblia da al mundo y a las cosas su verdadera dimensión, es la gran historia que narra las maravillas de Dios, no anula nuestra inteligencia, sino que la solicita y la ilumina. También los sucesos de la historia del mundo y de nuestra vida personal encuentran luz en la Escritura. “La Biblia tiene 70 caras”, dicen algunos rabinos, porque la Escritura está dotada de una riqueza y una profundidad inagotables. Por eso ya los Padres de la Iglesia distinguían varios sentidos en un mismo texto; más tarde, en época medieval, se desarrolló la doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura: literal, alegórico, moral y anagógico (o místico, encaminado a dar idea de la bienaventuranza eterna).

El Nuevo Testamento se lee a la luz del Antiguo, y el Antiguo teniendo a Cristo como clave de interpretación, según la fórmula famosa de San Agustín: “El Nuevo está escondido en el Antiguo, y el Antiguo se manifiesta en el Nuevo” (PL 34, 623).

Escribe Santo Tomás de Aquino que el corazón de Jesús “estaba cerrado antes de la Pasión porque la Escritura era oscura. Pero la Escritura fue abierta después de la Pasión, porque los que en adelante tienen inteligencia de ella consideran y disciernen de qué manera deben ser interpretadas las profecías” (citado en el CEC, n. 112). Por eso cuando el Resucitado se aparece a los discípulos, “les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras” (Lc 24,45). Nosotros también hallamos en la Escritura “la voz, el gesto, la figura amabilísima de nuestro Jesús” (D. Javier Echeverría).  


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