He abierto surcos

 

Lucero Gutiérrez Prieto de Casillas

Mi bisabuelo fue Antonio Sola, uno de los Niños Héroes que defendieron el castillo de Chapultepec, pero no murió. Una calle cerca del Hipódromo lleva su nombre. Mi papá fue un industrial de Aguascalientes y también lleva su nombre una calle: Antonio Gutiérrez Sola.

Mi madre, Catalina Prieto tuvo tres hijos, y a los ocho años de tenerlos se embarazó de nuevo. El doctor le dijo que era necesario que abortara porque tenía un soplo en el corazón. Ella dijo:

─ “A mí me dejan en paz, Dios sabe porqué lo manda”.

Y nació su cuarta hija: Esa era yo.

Trece años después enfermó, yo fui quien la atendió durante cinco años, hasta su muerte.

Si yo no hubiera nacido, se hubiera cancelado, no una sola vida sino la vida de mis descendientes. Tengo 43 nietos y 20 bisnietos. Al verlos juntos, la Navidad pasada, me puse a pensar: “¿Ves lo que ha hecho tu madre?... Evitó un aborto y así dejó vivir a hijos de Dios que tienen una misión específica”.

De los 13 a los 15 años viví en Torreón porque mi papá fue a construir el Palacio Federal, que por cierto ya lo tumbaron recientemente.

Maduré mucho mentalmente. Me agradaba conversar con la gente mayor, adulta. Por otro lado, busqué mucho a Dios en muchos lugares, Él me llamaba. Cuando era adolescente, leí un libro que se titulaba Tú y él, y habla del matrimonio. Le pregunté a mi mamá: “¿cuál es la unión del hombre y la mujer?” Mi mamá no contestó, se quería meter debajo de la cama. Definitivamente eran otros tiempos.

Estudié en el Instituto Familiar y Social, donde nos daban una “raspadita” de todo: costura, buenos modales, enfermería, cocina, música, arreglo de mesas, etc.

 

Carlos era un pariente mío en tercer grado, y en el 25 aniversario de boda de sus papás lo vi. Mis amigas y yo hacíamos tardeadas algunos domingos. Mis amigas dijeron:

─ “Vamos a convidar a muchachos nuevos”.

Mi papá me oía hablar por teléfono y me preguntaba el porqué de tantas llamadas. Yo le explicaba que eran para invitar a jóvenes a las tardeadas. A una de ellas fue Carlos. Al despedirme de esa tardeada, Carlos me dijo:

─ “Te convido a una fiesta en casa de José Vasconcelos”.

Me hizo ilusión, pero finalmente no fui porque mi papá no me dio permiso.

Poco después le comenté a Carlos que me tenía que ir por un mes a Guadalajara. Me fue a despedir, llevó unas flores y una carta. Llegando de Guadalajara se me presentó con unas flores y me dijo:

─ “Vengo a que me digas si quieres ser mi novia”.

Respondí:

─ “Mira Carlos, hace un mes que terminé con uno de Guadalajara. Si vas en serio, habla con mi papá y si me da permiso, sí acepto”.

Yo tenía 20 años. Mi papá le dijo:

“Si quieres, ser su novio, tienes mi consentimiento, pero que sepas que mi hija tiene un genio insoportable”.

Eso se lo dijo para que no me fuera de casa. El del genio era él. Duramos cuatro años de novios porque no acababa la tesis. Mi padre me había dicho que no me casaba sin que Carlos terminara la tesis.

Yo sabía que Carlos no tenía dinero, pero estaba feliz de ser novia suya. Compramos en abonos una casita pequeñita y los demás enseres, poco a poco. A los cuatro meses de casada no me embarazaba y pensé que quizás yo era estéril. Luego fui teniendo un hijo cada año. Los cuartos fueron gemelos. Fui muy feliz a su lado. Había respeto, cariño, compartíamos penas y alegrías, estábamos pendientes de los hijos y procurábamos estar muy cerca de Dios.

 

Carlos estaba sano. Un mes antes de que él muriera le dije:

─ “¿Por qué de novios íbamos juntos a Misa durante cuatro años y ahora no me invitas a Misa?”.

El respondió:

─ “A eso no se invita, se va porque se necesita”.

Carlos padeció de un tumor canceroso en el cerebro. Se me fue en cuatro días. Me impactó lo rápido que fue todo. Duré casada ocho años. Me quedé viuda a los 33 años, con siete hijos, el último sin nacer. Dos meses después de que murió mi marido, nació Andrés, el séptimo de mis hijos. A pesar de todas mis penas nunca me he rebelado. Le doy gracias a Dios en todo momento y le pido no perder la alegría, y me lo ha concedido. Siempre he sentido su presencia. Al quedar viuda mi padre me apoyó y también empecé a trabajar.

Laboré doce años en un colegio, di clases de cocina y de otras asignaturas. Gocé el ambiente con la juventud, me sentía querida por las profesoras, las alumnas, las afanadoras y todos. En una ocasión me pusieron en cuarto de preparatoria. Yo les preguntaba: “¿qué es lo que vas a querer ser?”. Todas me decían que se querían casar.

Una chica estaba abandonada de la madre. Hablé con la madre y le dije: “o te dedicas a tu hija o se te va a perder”. Me dijo: “Qué lastima que no tuve una preceptora como tú a esa edad”.

Mis hijos han formado hogares hermosísimos, pero veo que se han perdido muchas cosas en la sociedad de hoy. Se ha perdido la unión, el amor a las tradiciones, el respeto a los antepasados.

Ahora tengo 83 años. Y puedo decir que he vivido una vida maravillosa.

 

Lucero ya pasó a mejor vida, pero dejó este hermoso testimonio.

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