La Anunciación del Ángel Gabriel a María


 

De generación en generación sigue vivo el asombro ante este misterio inefable. San Agustín, imaginando que se dirigía al Ángel de la Anunciación, pregunta: “Dime, Oh Ángel, ¿por qué ha sucedido esto en María?”. El Ángel, “entrando en su presencia” no la llama por su nombre terreno, sino por su nombre divino, tal como Dios la ve: “Llena de gracia”, gratia plena, kejaritomene, y la gracia no es más que el amor de Dios. María es “la amada” de Dios (cfr. Lc 1,28).

Orígenes observa que semejante título jamás se dio a un ser humano en la Escritura (cfr. In Lucam, 6,7). Ese título implica su libre consentimiento, ya que acoge con disponibilidad personal el amor de Dios. Todo en la Iglesia se remonta a este misterio de acogida del Verbo divino, “donde, por obra del Espíritu Santo se selló, de modo perfecto, la alianza entre Dios y la humanidad” (Benedicto XVI, 25 III 2006).

María ha esperado de un modo único la realización de las promesas de Dios. El saludo del Ángel a María es una invitación a la alegría, es un saludo que marca el inicio del Evangelio, de la Buena Nueva. ¿Por qué se invita a María a alegrarse? Porque “el Señor está contigo”. Para comprender bien el sentido de esta expresión tenemos que recurrir al profeta Sofonías que escribe: “Alégrate, hija de Sión… el Señor, el Rey de Israel, está en medio de ti… el Señor, tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador” (3, 14-17). En el diálogo entre el Ángel y María se realiza esta promesa. En ella establece su morada el Dios viviente.

En el saludo del Ángel se llama a María “llena de gracia”; en griego el término gracia, charis, tiene la misma raíz lingüística que la palabra “alegría”. En esta expresión se clarifica ulteriormente la fuente de la alegría de María, la alegría proviene de la gracia, de la comunión con Dios, de tener una conexión vital con Él, de ser morada del Espíritu Santo. María está en actitud de escucha, atenta a captar los signos de Dios en el camino de su pueblo; está inserta en una historia de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituyen la razón de su existencia.

La relación del ser humano con Dios no cancela la distancia entre Creador y criatura, no elimina las profundidades de la sabiduría de Dios. La fe incluye el elemento de la oscuridad, quien está abierto a Dios llega a aceptar el querer divino, incluso si es misterioso o si no corresponde al propio querer. El camino de fe de Abraham comprende el momento de alegría por el don del hijo Isaac, pero también el momento de oscuridad cuando sabe que debe sacrificarlo; luego, en el Monte Moriah Dios le ordenó que no le hiciera daño. Así es para María, la alegría de la Anunciación pasa después por la oscuridad de la Crucifixión de su Hijo, para poder llegar a la luz de la Resurrección (cfr. Benedicto XVI, Audiencia 19 XII 2012).

No es distinto el camino de fe de cada uno de nosotros. En nuestro camino encontramos momentos de luz, pero también otros momentos de oscuridad en los que Dios parece ausente, pesa en nuestro corazón su silencio y su voluntad no corresponde a la nuestra. Pero cuanto más nos abrimos a Dios, acogemos el don de la fe, y ponemos en Él nuestra confianza, tanto más Él nos hace capaces de vivir cada situación de la vida, en la certeza de su fidelidad y de su amor. Esto implica salir de uno mismo y de los propios proyectos para dejarse iluminar por la Palabra de Dios.

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