Fidelidad y fecundidad

 


La fidelidad es la virtud de dar cumplimiento a las promesas; implica no engañar, no traicionar a los demás.

Ningún proyecto grande puede existir sin la capacidad de mantener una dirección en el tiempo. El Señor la alaba al llamar “siervo bueno y fiel” a los que supieron negociar con sus talentos. Además, el Señor prometió que el Espíritu Santo acompañaría a su Iglesia para que fuera fiel, es decir, atenta a transmitir lo recibido a lo largo de la historia.

Afirma el Papa Francisco que “Jesús camina entre nosotros como lo hacía en Galilea. Él pasa por nuestras calles, se detiene y nos mira a los ojos, sin prisa. Su llamado es atractivo, es fascinante” (Ex. Ap. Christus vivit, n. 277).

Seguir a Jesús significa aprender a amar como Él. Se trata de un camino ascendente, que cuesta, pero que es al mismo tiempo un camino de libertad, porque seguimos a Jesús, que es la Verdad, y la verdad nos hace libres. Este crecimiento personal pone por delante el amor. Lo propio del amor cristiano es darse, salir de uno mismo, tratar de hacer felices a los que nos rodean. Este bien sólo puede venir del don de la comunión con Cristo.

Todas las obras de Dios son fecundas, como lo son las vidas de los que corresponden a su llamada. El Señor se los dijo a los Apóstoles en la última cena: “Yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Juan 15,16). Lo único que nos pide es que permanezcamos unidos a Él como los sarmientos a la vid, “pues el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto” (Juan 15,6). Sin embargo, Dios no espera al Cielo para premiar a sus hijos, sino que ya en esta vida les da esa alegría divina, sacando lo mejor de cada uno, y ayudándonos a no detenernos demasiado en nuestra fragilidad. Dice Jesús: “En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto” (Juan 15,8). La fidelidad de Dios hace que cada mañana se renueven sus bondades.

¿Qué frutos puede producir la fidelidad?

La fidelidad da alegría, entusiasmo, además, se adquiere una “firmeza interior” que hace posible ser pacientes y mansos. Decía san Juan María Vianney que nuestras faltas son granos de arena al lado de la grande montaña de la misericordia de Dios. Entonces no hay que inquietarnos cuando las circunstancias no responden a nuestras previsiones. Los sucesos son de alguna forma vehículos de la voluntad divina. Nuestra misericordia paciente se convierte así en bálsamo con los que Dios sana a los contritos de corazón, venda sus heridas y les hace más llevadero el camino.

Hoy día se le hace más caso al famoso o al que tiene prestigio, y por eso deseamos ser reconocidos, pero el Señor nos señala: “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mateo 6,3). Dios contempla nuestra vida y sabe que el amor está en los detalles. ¡Con cuánto detalle hace Él la creación! Basta ver las plantas o flores para descubrirlo. Dios contempla nuestra vida con cariño detallado.

Hay gente que dice: “Quiero que me amen”; el amor no se exige, el amor se acoge. Este afán de exigir el amor y el reconocimiento irá perdiendo fuerza si nos convencemos de que Dios nos mira con amor.

Este deseo de ser reconocidos por nuestra valía responde a una verdad profunda, y es que de hecho valemos mucho; tanto, que Dios ha querido dar su vida por nosotros.

Escribió San Juan Crisóstomo: “Si quieres tener espectadores de las cosas que haces, ahí los tienes: los ángeles, los arcángeles y hasta el mismo Dios del Universo” (Homilías sobre san Mateo, 19,2). Así no se necesitan estímulos externos para confiar en la eficacia de la oración. Jesús nos dice: “y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará” (Mateo 6,4).

Podemos aprender mucho de los años escondidos de Jesús en Nazaret. En una pequeña aldea de Galilea, Dios estaba cambiando para siempre la historia de los hombres. Desde lo escondido de casa sagrario, desde lo hondo de nuestro corazón, Dios sigue cambiando el mundo. Por eso nuestra vida de entrega, en unión con Dios y con los demás, adquiere una eficacia que nosotros no podemos imaginar.

San Pablo nos recuerda que nuestro trabajo no es vano en el Señor (cfr. I Cor, 15,58). Nuestra eficacia no puede ser contabilizada, es invisible. Hay que trabajar con sentido de misterio. “Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo ni dónde, ni cuándo. (…) Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que Él haga fecundos nuestros esfuerzos, como a Él le parezca” (Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, n. 279). Dios realiza un trabajo artesanal en nuestros corazones cuando le dejamos hacerlo.

Busqué algunas anécdotas y encontré estas dos: El Cid Campeador fue un hombre fiel; de él dijeron los lugareños cuando se fue al destierro: “¡Qué buen vasallo si tuviese buen señor!”.

El monarca Federico IV de Dinamarca y Noruega, que parece el hermano feo de los Bee Gees, fue bígamo, sin embargo, su conducta nunca fue censurada por el clero danés.


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