Breve nota sobre Luis María Martínez y Rodríguez
Luis María Martínez y Rodríguez nació el 9 de junio de 1891
en Michoacán. Fue Arzobispo Primado de México. Fue el trigésimo segundo sucesor
de Fray Juan de Zumárraga. Al morir su padre, a los doce días de nacido, lo
amparó su tío materno, el P. Casimiro Rodríguez, quien era sacerdote capellán
de la hacienda y vicario de Tapuxtepec, Michoacán.
La madre y el niño fueron acogidos por el otro hermano de
la madre, Sabino. En 1904 recibió el sacramento del Orden. Fue nombrado
profesor del seminario y después vicerrector. Y, finalmente fue nombrado
rector, cargo que desempeñó 32 años.
Durante la Revolución fundó al menos seis asociaciones de
laicos. Le tocó vivir la Guerra Cristera, guerra que no aparece en los libros
de texto de la SEP, ni en los museos de la República. Fue consagrado Obispo
Auxiliar de Morelia en 1923. Conoció a la señora Concepción Armida de Cabrera –de
la que fue director espiritual-, y se unió a las obras de la Cruz.
Fue elegido para guiar la Arquidiócesis Primada de México
el 20 de febrero de 1937. Ejerció su ministerio con prudencia, inteligencia y
santidad, dada la situación entre la Iglesia y el Estado. En 1949 conoció al P.
Pedro Casciaro, vicario del Opus Dei, con quien llevó una amistad cercana y le
autorizó a que la Obra erigiera un oratorio en la capital.
Murió a los 74 años, el 9 de febrero de 1957, víctima de
esclerosis intestinal. Sus restos repodan en la Catedral Metropolitana de la
Ciudad de México y actualmente se
encuentra en proceso de beatificación.
Nos
legó treinta libros. Varios han sido editados por las Ediciones
de “la Cruz”. Uno de ellos fue publicado en 1958 y ha tenido ediciones
posteriores: Divina Obsesión. Este
libro son apuntes del autor. No pensó que sus apuntes verían la luz bajo el
título de Divina Obsesión, pero a los
de la editorial les pareció un deber sagrado darlos a conocer. Anotaré algunas de las ideas que allí se
exponen:
La experiencia me ha enseñado que en todas las etapas de
la vida espiritual lo que más perjudica a las almas y más estorba los designios
de Dios es la mirada y la atención sobre sí mismas, aunque esa m irada y esa
atención tengan al parecer un motivo santo. (Porque) cuanto más desaparezca yo,
más aparecerá Él; cuanto más muera yo, Él vivirá más perfectamente en mí (…).
Mi ser y mi vida han de ser reproducir clara y fielmente a Jesús.
Jesús es mi “único”, porque aunque Él tenga millares de
almas a quienes amar, tiene, por ser infinito, la prerrogativa de darse a cada
alma de manera única y total, como lo exige el amor.
Jesús inventó dos medios de seguir rescatando al mundo:
la Eucaristía y su vida mística en las amas, para
continuar en ellas su sacrificio de amor.
Le decimos a Dios: “Mira, te doy amor hasta donde mi
pobre corazón alcanza, y cuando ya no puede más, te doy dolor, que es también
amor; y la deficiencia de mi amor la colmo con la inmensidad de mi dolor. Te
doy el amor infinito a mi modo, en ese infinito que se encierra en el grupo
amor-dolor”.
Jesús
quiere que las almas de buena voluntad no se preocupen de si avanzan o
retroceden; que piensen en Jesús, que piensen en ir hacia
arriba, hacia al Cielo. Cada día debemos desaparecer más para que Él crezca y
se agigante en nosotros (pág. 25).
Hablando se la guerra
cristera escribe: “Jesús, arrojado de los sagrarios, se ha refugiado en las
almas. Y cuanto más se empeñan sus enemigos en que no se le conozca, más se da
Él a conocer a las almas, y estas lo aman con locura divina y con sacrificios
heroicos. Son tan preciosos estos tiempos que a veces querría que se
prolongaran” (pág. 37).
Bajo
la sencillez de la vida ordinaria, descubro el abismo insondable del amor
santificándolo todo, llenando todo de encanto divino y alcanzando una de sus
admirables victorias, la victoria sobre
la monotonía de la vida humana (...). Convertir en un cielo la vida
silenciosa y vulgar de todos los días; trocar en dicha lo que aparentemente
debería ser tedio; engrandecer lo insignificante; llenar de Dios lo que parece
tan estrecho, tengo para mí que es un triunfo del amor
(pág. 39).
¿Con qué cuenta el alma? Con su absoluta miseria, con la que ha contado siempre, y con la fuerza de
Dios, que lo lleva hasta el abismo de Amor infinito (cfr. pág. 46).
Son ideas muy actuales, más de lo que podemos imaginar. Al final de su vida sintió un anhelo hondo
de dar gusto a Jesús en todo, de no lastimarlo, de estar siempre contento
con lo que le dé y sonriéndole dulcemente.
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