Relatos de un peregrino ruso
El doctor Féliz María Arocena recomendó el libro de Relatos
de un peregrino ruso, libro anónimo. El libro data de finales del siglo
XIX, y es uno de los más populares del cristianismo ortodoxo.
El peregrino ruso nació en un hogar donde había un padre y
dos hermanos. Su padre le heredó la casa al menor porque el mayor era
alcohólico y malviviente. Al morir el padre, el hijo mayor quemó la casa y robó
los mil rublos –todo el dinero- que tenía su hermano. El hermano menor decidió
viajar, sin rumbo fijo como peregrino, llevando consigo la Biblia, la Filocalía y pan duro. La Filocalía
es una recopilación de lo que dicen 25 Padres de la Iglesia, sobre la oración.
El protagonista –que se llama a sí mismo “peregrino”- se
inquietó al saber que San Pablo decía “orad
sin cesar”, y con estas palabras enseña que nos hemos de acordar de Dios en
todo tiempo, en todo lugar y en toda ocupación. Tomó una jaculatoria que se
usaba mucho en Oriente y la empezó a repetir durante cinco días la grandeza de
esta fórmula: Señor Jesucristo, Hijo de
Dios, ten piedad de mí, pecador. Percibió que su alma y su cuerpo se purificaban
al ritmo de esta oración.
En otro momento muestra la grandeza de la oración del Padrenuestro.
Explica que para que el nombre de Dios
sea santificado, es preciso que se grave en el interior del corazón. Las palabras
“venga a nos otros tu Reino” son
explicadas así por los Padres: que venga a nuestros corazones la paz interior,
el descanso y la alegría espiritual. “Danos
hoy el pan de cada día”, esas palabras se refieren a las necesidades de
nuestra vida corporal y a las cosas necesarias para socorrer a nuestro prójimo.
Máximo el Confesor entiende por el pan de cada día la Palabra de Dios que
alimenta el alma y la unión del alma con Dios por la contemplación y la oración
continua del corazón. Si amamos a Dios estaremos continuamente pensando en Él
con profundo gozo. Basilio el Grande dice: “La prueba de que un hombre no ama a
Dios y a su Cristo está en el hecho de que no guarda sus mandamientos”.
Relata
el peregrino varias historias, una de ellas es que fue a
una Misa y vio a un señor joven que vestía ricos ropajes, éste le preguntó
dónde vendían velas y él se lo indicó. Horas después pasó el peregrino junto a
su ventana y el hombre le indicó que pasara a su casa. Ya dentro le dijo que él
supuso que era un peregrino, y si era así, deseaba hablar con él ya que deseaba
ingresar a un monasterio que quedaba lejos y quería un acompañante. El
peregrino aceptó.
Caminaron tres días, uno detrás del otro, separados por
veinte pasos, para poder rezar. El peregrino observó que no se apartaba de un
libro, incluso comió con el libro abierto. El libro era un ejemplar de los
Evangelios, y le preguntó por qué no se separaba de él. El joven respondió: “Porque de él, y sólo de él aprendo casi
continuamente. Con él se puede obtener un conocimiento detallado de la práctica
de la oración. Sin la oración es imposible hacer ningún bien, y si el Evangelio
no se puede aprender adecuadamente acerca de la oración”.
Se alojaron en un lugar donde había un starets, maestro de oración, y allí pasaron la noche.
Después de hablar del perdón de los pecados y la comunión
con Dios, el starets les comentó que
“sin la frecuente invocación del Nombre de Jesucristo, es imposible purificar
el corazón”. No es un gran esfuerzo y está dentro de las posibilidades de todo
el mundo.
Le
preguntaron al señor joven de qué modo le fue revelada la importancia del
Evangelio. El relató con gusto lo siguiente: Fui profesor durante
cinco años y llevé un tipo de vida de triste disipación. Vivía con mi madre y
con mi hermana. Un día, mientras daba un paseo me encontré con un joven
excelente que dijo ser francés y buscaba un puesto como preceptor. Me encantó
en gran manera su elevado grado de cultura, le invité a mi casa y nos hicimos
amigos. En el curso de dos meses vino a verme con frecuencia. A veces nos
juntábamos con compañías no recomendables. Al fin vino un día con una
invitación para divertirnos con gente de este género. Me pidió de pronto que
saliéramos de mi estudio y nos fuéramos al salón. Le pregunté por qué tenía
reparo de permanecer en mi estudio; al final declaró abiertamente: “Entre esos
libros de la estantería, tienes un ejemplar de los Evangelios. Tengo tal
respeto por este libro, que en su presencia me resulta difícil hablar de
asuntos vergonzosos. Por favor, sácalo de allí, luego podremos hablar libremente”.
Yo sonreí, frívolo a sus palabras. Tomando los Evangelios del estante dije: “Bueno,
tómalos tú, y ponlos en cualquier rincón de la habitación”. No le había apenas
tocado con los Evangelios cuando, instantáneamente, se estremeció y
desapareció. Esto me confundió hasta tal extremo que, de espanto, caí al suelo
sin sentido. Oyendo el ruido, todos los de la casa vinieron corriendo hacia mí,
y a lo largo de media hora intentaron en vano que me recobrase.
Al fin, cuando volví en mí de nuevo, temblaba de espanto y
me sentía absolutamente trastornado, mis manos y pies estaban entumecidos y no
podía moverlos. Se llamó a un médico, quien diagnosticó parálisis como
resultado de algún susto enorme. Estuve en cama todo un año después de esto sin
conseguir el menor alivio. Mi madre murió al poco tiempo y mi hermana tomó el
hábito. Tuve un solo consuelo durante este tiempo de enfermedad, y fue la
lectura de Evangelio, el cual no se apartó de mis manos desde el inicio de la
enfermedad. Un día vino a verme un monje y me dijo que no debía confiar sólo en
las medicinas, que sin la ayuda de Dios sería incapaz de aliviarme, que debía
rogar, puesto que la oración es el medio para sanar todo mal, tanto corporal
como espiritual. Cuando mi visitante hubo partido, me puse a pensar lo que
sabía de la oración, a la par que dio alegría a mi corazón. Empecé a sentir
cierto alivio, y empecé a hacer un estudio de la oración a partir del
Evangelio. Mientras estaba ocupado en esto, mi salud mejoró gradualmente y, al
fin, me repuse por completo. Decidí seguir el ejemplo de mi hermana y el
dictado de mi corazón, y dedicarme a la vida retirada. Los que le oían le
recomendaron la oración continua y no poner su confianza en los propios esfuerzos.
Esto
se narra en el sexto relato del peregrino. Si es difícil
encontrar en Occidente un starets, un
maestro de la vida de oración, hay que pedir la ayuda del Espíritu Santo. El
libro Relatos de un peregrino se consigue, gratuitamente, en
internet. El Papa Francisco lo recomienda.
Por último, traemos a colación un consejo dado por Nuestra
Señora en junio de 2024 porque viene a cuento por el tema: la Virgen en
Medjugorje recomendó: Oren, recen, hasta
que la oración se convierta en alegría.
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