El ángel caído


 Confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder; vestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de la tierra (Efesios 6, 10-12). Repetidas veces nos advierte la Sagrada Escritura de la acción del diablo en el mundo, una acción misteriosa pero real.

Creación, prueba y caída de algunos

La existencia de seres puramente espirituales, creados por Dios de la nada, desde el principio del tiempo, es una verdad de fe (cfr. Concilio IV de Letrán), una verdad que la razón no hubiera descubierto con sus solas fuerzas. Los Ángeles son perfectísimos, están dotados de inteligencia y voluntad. A pesar de su gran majestad y poder, los ángeles no gozaron de la visión beatífica desde el primer momento de su creación, porque no es cosa que pertenezca a su naturaleza (cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th. I, q.6, a.1c). Dios los elevó al orden sobrenatural y los dejó libres para rechazar o aceptar ese don que sobrepasaba su naturaleza angélica. Muchos se adhirieron a la voluntad de Dios, más otros ángeles, inclinándose por el libre albedrío al propio bien, lanzaron el grito de “¡no serviré!”. Su pecado fue de soberbia. Rechazaba la perfección sobrenatural que se le ofrecía porque no quería subordinarse, no quería deber nada al Amor, o bien, deslumbrado por su propia gloria, quiso alcanzar sin la gracia divina la perfección sobrenatural. Quiso obtener la bienaventuranza final por sus propias fuerzas, lo que sólo Dios puede hacer, dice Santo Tomás.

También en el obrar humano el origen del pecado está en el espíritu, y no en la carne, en la soberbia. San Atanasio dice que el demonio es rey de todos los hijos de la soberbia, y por eso un gran remedio para la salud del alma es la humildad, ya que Satanás no fue arrojado del cielo por libertinaje o adulterio o robo, sino que fue la soberbia lo que le precipitó a las partes inferiores del abismo (De virginitate 5).

El castigo con que Dios afligió a Lucifer y a los ángeles rebeldes fue el mayor que podían recibir: arrojados del cielo (cfr. Luc 10, 18; Apoc 12, 7-9 y 12), alejado eternamente de Dios.

El profeta Isaías escribe: “¿Cómo caíste del cielo lucero brillante, hijo de la aurora? ¿Echado por tierra el dominador de las naciones? Tú, que decías en tu corazón: subiré a los cielos; en lo alto, sobre las estrellas, elevaré mi trono; me instalaré en el monte santo, en las profundidades del aquilón. Subiré sobre la cumbre de las nubes y seré igual al Altísimo. ¡Al sepulcro has bajado, a las profundidades del abismo!” (Is 14, 12-15).

La consecuencia de la prueba que sufrieron los ángeles es patente. Los Ángeles buenos son confirmados en su decisión y los malos en la suya, obstinados en el pecado. No tienen ya posibilidad de arrepentimiento ni de perdón, porque lo que para los hombres es la muerte, para los Ángeles es la caída: fin de la capacidad de merecer o de aumento de la gracia, dice San Juan Damasceno (De fide ortodoxa 2,4).

Unos permanecen inquebrantablemente fieles a Dios, y los otros, en su desgracia se apartaron de Dios. Unos son bienaventurados, y otros, desventurados.

El diablo, habiendo perdido su grandiosa situación, se enfurece al ver que el hombre ha sido redimido por la misericordia de Dios, y que se le han atribuido los dones y gracias por él perdidos (cfr. San León Magno, Sermón 48).

Su actividad comenzó a ejercerse desde el primer momento de la humanidad ya que envidiaba nuestro honor. No pudo tolerar nuestra vida dichosa en el paraíso (San Basilio, Sermón 15, secc 8ª); y el Génesis nos conserva la historia de la primera tentación. Desde entonces, Satanás y sus ángeles luchan contra el hombre justo y tratan de impedir su salvación. Le incitan a rebelarse contra los planes divinos, a hacer su voluntad y no la Voluntad de Dios, y a creerse dios. Su envidia y su maldad crecen conforme se acerca la instauración del Reino de Dios sobre la tierra.

El demonio inspiró a las autoridades judías el odio a Cristo, el Mesías esperado. Y comenta Santo Tomás: si hubiera sabido con seguridad y certeza que era el Hijo de Dios y cuáles debían de ser los efectos de su Pasión, nunca hubiese procurado la crucifixión del Señor de la gloria (S. Th., 1, q. 64, a. 2 c). Mas ignorando el decreto divino de la redención, lo cumplió clavando a Cristo en la Cruz para que de donde nació la muerte de allí renaciese la vida. Ahora ataca sin cuartel a la Iglesia, desde dentro y desde fuera. Hay que contar con que tenemos un Ángel que nos protege y una Madre –la Virgen María- que nos ayuda si acudimos a ella.

Confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder; vestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de la tierra (Efesios 6, 10-12). Repetidas veces nos advierte la Sagrada Escritura de la acción del diablo en el mundo, una acción misteriosa pero real.

Creación, prueba y caída de algunos

La existencia de seres puramente espirituales, creados por Dios de la nada, desde el principio del tiempo, es una verdad de fe (cfr. Concilio IV de Letrán), una verdad que la razón no hubiera descubierto con sus solas fuerzas. Los Ángeles son perfectísimos, están dotados de inteligencia y voluntad. A pesar de su gran majestad y poder, los ángeles no gozaron de la visión beatífica desde el primer momento de su creación, porque no es cosa que pertenezca a su naturaleza (cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th. I, q.6, a.1c). Dios los elevó al orden sobrenatural y los dejó libres para rechazar o aceptar ese don que sobrepasaba su naturaleza angélica. Muchos se adhirieron a la voluntad de Dios, más otros ángeles, inclinándose por el libre albedrío al propio bien, lanzaron el grito de “¡no serviré!”. Su pecado fue de soberbia. Rechazaba la perfección sobrenatural que se le ofrecía porque no quería subordinarse, no quería deber nada al Amor, o bien, deslumbrado por su propia gloria, quiso alcanzar sin la gracia divina la perfección sobrenatural. Quiso obtener la bienaventuranza final por sus propias fuerzas, lo que sólo Dios puede hacer, dice Santo Tomás.

También en el obrar humano el origen del pecado está en el espíritu, y no en la carne, en la soberbia. San Atanasio dice que el demonio es rey de todos los hijos de la soberbia, y por eso un gran remedio para la salud del alma es la humildad, ya que Satanás no fue arrojado del cielo por libertinaje o adulterio o robo, sino que fue la soberbia lo que le precipitó a las partes inferiores del abismo (De virginitate 5).

El castigo con que Dios afligió a Lucifer y a los ángeles rebeldes fue el mayor que podían recibir: arrojados del cielo (cfr. Luc 10, 18; Apoc 12, 7-9 y 12), alejado eternamente de Dios.

El profeta Isaías escribe: “¿Cómo caíste del cielo lucero brillante, hijo de la aurora? ¿Echado por tierra el dominador de las naciones? Tú, que decías en tu corazón: subiré a los cielos; en lo alto, sobre las estrellas, elevaré mi trono; me instalaré en el monte santo, en las profundidades del aquilón. Subiré sobre la cumbre de las nubes y seré igual al Altísimo. ¡Al sepulcro has bajado, a las profundidades del abismo!” (Is 14, 12-15).

La consecuencia de la prueba que sufrieron los ángeles es patente. Los Ángeles buenos son confirmados en su decisión y los malos en la suya, obstinados en el pecado. No tienen ya posibilidad de arrepentimiento ni de perdón, porque lo que para los hombres es la muerte, para los Ángeles es la caída: fin de la capacidad de merecer o de aumento de la gracia, dice San Juan Damasceno (De fide ortodoxa 2,4).

Unos permanecen inquebrantablemente fieles a Dios, y los otros, en su desgracia se apartaron de Dios. Unos son bienaventurados, y otros, desventurados.

El diablo, habiendo perdido su grandiosa situación, se enfurece al ver que el hombre ha sido redimido por la misericordia de Dios, y que se le han atribuido los dones y gracias por él perdidos (cfr. San León Magno, Sermón 48).

Su actividad comenzó a ejercerse desde el primer momento de la humanidad ya que envidiaba nuestro honor. No pudo tolerar nuestra vida dichosa en el paraíso (San Basilio, Sermón 15, secc 8ª); y el Génesis nos conserva la historia de la primera tentación. Desde entonces, Satanás y sus ángeles luchan contra el hombre justo y tratan de impedir su salvación. Le incitan a rebelarse contra los planes divinos, a hacer su voluntad y no la Voluntad de Dios, y a creerse dios. Su envidia y su maldad crecen conforme se acerca la instauración del Reino de Dios sobre la tierra.

El demonio inspiró a las autoridades judías el odio a Cristo, el Mesías esperado. Y comenta Santo Tomás: si hubiera sabido con seguridad y certeza que era el Hijo de Dios y cuáles debían de ser los efectos de su Pasión, nunca hubiese procurado la crucifixión del Señor de la gloria (S. Th., 1, q. 64, a. 2 c). Mas ignorando el decreto divino de la redención, lo cumplió clavando a Cristo en la Cruz para que de donde nació la muerte de allí renaciese la vida. Ahora ataca sin cuartel a la Iglesia, desde dentro y desde fuera. Hay que contar con que tenemos un Ángel que nos protege y una Madre –la Virgen María- que nos ayuda si acudimos a ella.

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