Cómo es la Virgen María
En un folleto donde el escritor, León Bloy, recoge los mensajes de
Melania fue presa de temor, casi de espanto, al ver llorar a la que
había visto siempre beatífica... Su fisonomía era majestuosa e imponente, mas
no arrogante como son los señores de la tierra. Imponía un respetuoso temor, al
mismo tiempo que su majestad inspiraba un respeto no exento de amor. Su mirada
era dulce y penetrante; sus ojos parecían hablar a los míos... La dulzura de su
mirada, su aire de bondad indecible, hacían comprender y sentir que ella atraía
y quería darse; era una expresión de amor que no puede ser expresada por la
lengua humana.
El ropaje de
La Santa Virgen es muy bella y toda hecha de amor. En su persona y en
sus ropas todo respiraba majestad, esplendor. Aparecía bella, blanca,
inmaculada, cristalizada, deslumbrante, celestial, fresca, nueva como una
Virgen; parecía como si la palabra Amor
escapara de sus labios purísimos. La vi como una Madre rebosante de bondad, de
amabilidad, de amor hacia nosotros, de compasión, de misericordia. La corona de
rosas que traía sobre su cabeza, ¡era tan hermosa, tan brillante como no es
posible hacerse idea!; las rosas, de diversos colores, no eran de la tierra.
Después del cáliz de cada rosa surgía una luz tan bella que arrobaba y daba a
las flores una hermosura radiante. De la corona de rosas se elevaban como ramas
de oro, una cantidad de florecillas mezcladas con brillantes. Todo formaba una
hermosísima diadema.
Sentí una honda compasión, y hubiera querido repetir al mundo entero su
amor ignorado, e infiltrar en las almas la más viva gratitud hacia Dios, que no
tiene necesidad de nosotros para ser lo que ha que es, lo que ha sido y lo que
será siempre; y sin embargo, ¡Él se ha hecho hombre y ha querido morir, sí,
morir, para grabar mejor en nuestra memoria el loco amor que siente por
nosotros! ¡Cuán felices podemos ser!
Por momentos el Cristo parecía vivo; tenía la cabeza erguida y los ojos
abiertos, como si se hallara en
La Virgen Santa lloraba casi todo el tiempo que me habló. Una a una, sus
lágrimas rodaban lentamente hasta sus rodillas; después, como chispas de luz,
desaparecían. Eran lágrimas brillantes y llenas de amor. Yo hubiera deseado
darle consuelo, pero me pareció que tenía necesidad de mostrar sus lágrimas
para enseñar que los hombres hemos olvidado su amor. Creí oírle decir: “¡Hay
tantos hombres que no me conocen!”.
Las lágrimas de nuestra Madre, lejos de menoscabar su aire majestuoso de
Reina y Señora, parecían embellecerla, mostrarla más amable, más poderosa, más
cautivadora, más maternal... La visión de
Ante las tempestades de la vida lo más oportuno es acudir a la
Madre de Dios y madre nuestra ya que ella está al pendiente de cada uno de
nosotros.
En una homilía sobre

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