Cómo es la Virgen María

 


En un folleto donde el escritor, León Bloy, recoge los mensajes de la Virgen en La Salette (Francia), Melania –la vidente- cuenta parte de su experiencia y la describe así:

Melania fue presa de temor, casi de espanto, al ver llorar a la que había visto siempre beatífica... Su fisonomía era majestuosa e imponente, mas no arrogante como son los señores de la tierra. Imponía un respetuoso temor, al mismo tiempo que su majestad inspiraba un respeto no exento de amor. Su mirada era dulce y penetrante; sus ojos parecían hablar a los míos... La dulzura de su mirada, su aire de bondad indecible, hacían comprender y sentir que ella atraía y quería darse; era una expresión de amor que no puede ser expresada por la lengua humana.

El ropaje de la Santísima Virgen era blanco plateado y muy brillante; no tenía nada de material; estaba compuesto de luz y de gloria, variante y resplandeciente.

La Santa Virgen es muy bella y toda hecha de amor. En su persona y en sus ropas todo respiraba majestad, esplendor. Aparecía bella, blanca, inmaculada, cristalizada, deslumbrante, celestial, fresca, nueva como una Virgen; parecía como si la palabra Amor escapara de sus labios purísimos. La vi como una Madre rebosante de bondad, de amabilidad, de amor hacia nosotros, de compasión, de misericordia. La corona de rosas que traía sobre su cabeza, ¡era tan hermosa, tan brillante como no es posible hacerse idea!; las rosas, de diversos colores, no eran de la tierra. Después del cáliz de cada rosa surgía una luz tan bella que arrobaba y daba a las flores una hermosura radiante. De la corona de rosas se elevaban como ramas de oro, una cantidad de florecillas mezcladas con brillantes. Todo formaba una hermosísima diadema.

La Santa Virgen tenía una hermosísima Cruz suspendida en su cuello. Esa Cruz parecía dorada. Sobre esa Cruz, resplandeciente de luz, estaba un Cristo, era Nuestro Señor con sus brazos extendidos sobre ella. El Cristo era de color natural pero lleno de fulgor, y la luz que salía de todo su cuerpo causaba el efecto de dardos muy brillantes que llegaban a mi corazón y le hacían amar.

Sentí una honda compasión, y hubiera querido repetir al mundo entero su amor ignorado, e infiltrar en las almas la más viva gratitud hacia Dios, que no tiene necesidad de nosotros para ser lo que ha que es, lo que ha sido y lo que será siempre; y sin embargo, ¡Él se ha hecho hombre y ha querido morir, sí, morir, para grabar mejor en nuestra memoria el loco amor que siente por nosotros! ¡Cuán felices podemos ser!

Por momentos el Cristo parecía vivo; tenía la cabeza erguida y los ojos abiertos, como si se hallara en la Cruz por su propia voluntad, y por momentos parecía decir que siempre tiene un amor nuevo por nosotros, que su amor del principio y del año treinta y tres es el de hoy y será el de siempre.

La Virgen Santa lloraba casi todo el tiempo que me habló. Una a una, sus lágrimas rodaban lentamente hasta sus rodillas; después, como chispas de luz, desaparecían. Eran lágrimas brillantes y llenas de amor. Yo hubiera deseado darle consuelo, pero me pareció que tenía necesidad de mostrar sus lágrimas para enseñar que los hombres hemos olvidado su amor. Creí oírle decir: “¡Hay tantos hombres que no me conocen!”.

Las lágrimas de nuestra Madre, lejos de menoscabar su aire majestuoso de Reina y Señora, parecían embellecerla, mostrarla más amable, más poderosa, más cautivadora, más maternal... La visión de la Santísima Virgen era por sí misma un paraíso (Cfr. León Bloy, Aparición de la Virgen en la Montaña de La Salette).

Ante las tempestades de la vida lo más oportuno es acudir a la Madre de Dios y madre nuestra ya que ella está al pendiente de cada uno de nosotros.

En una homilía sobre la Virgen, San Bernardo decía: “Cuando se levanten los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de la tentación, mira a la estrella, llama a María. Si te agitan las olas de la soberbia, de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la ira, la avaricia o la impureza impelen violentamente la nave de tu alma, mira a María. Si turbado con la memoria de tus pecados, confuso ante la fealdad de tu conciencia, temeroso ante la idea del juicio, comienzas a hundirte en la sima sin fondo de la tristeza o en el abismo de la desesperación, piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. (...) No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si le ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si Ella te ampara.”

 


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