La Virgen, Nuestra Señora
Cuando Karol Wojtyla llegó a Cracovia el seminario estaba vacío. Hizo el
propósito de hacer una peregrinación por cada nuevo seminarista que llegara.
Cuando se fue de allí, había 500 seminaristas. Comentó que todavía adeudaba peregrinaciones y las fue
pagando siendo Papa.
Cuando alguien contaba a Juan Pablo II contradicciones fuertes, casi
insuperables, el Papa contaba con el poder intercesor concedido por Dios a la
Virgen, y le gustaba recordar con fuerza: “Ipsa
conteret! – ¡Ella aplastará la serpiente!”. En una ocasión, se lo dijo a un
sacerdote que ahora es beato, golpeando la mesa con el puño.
Cuando Jesús resucitó, sus amigos acudirían a la Virgen en busca de
consuelo y de fortaleza. “Lo que parece patente es que María no ejerció ninguna
función directiva en el gobierno de la Iglesia naciente. Eso competía
exclusivamente a los Apóstoles y, en primer lugar, a San Pedro. Su vida
entregada al servicio de sus hijos espirituales y su oración ardiente al Señor
eran su maravillosa colaboración a la obra redentora. Para los discípulos, la
presencia atenta y amorosa de la Virgen era un poner en presente ante ellos a
Jesús. Hasta cierto punto era una sustitución de la presencia de Jesús, en cuanto
que María no era simplemente su madre carnal, sino también la que durante toda
su vida había conocido el misterio de los misterios, la encarnación del
Hijo de Dios” (citado por Mónica Cacho, 15-VII-2025).
Si Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia,
también ella. Conforme llegaban hasta ella las palabras de las predicaciones de
su Hijo –oídas en directo o transmitidas por otros- María iba entendiendo y
saboreando muchas cosas que antes había intuido sin entender. Los recuerdos que
guardaba en su corazón eran como semillas en buena tierra: crecían, se
desarrollaban, daban el ciento por uno.
Jesús no niega nada a su Madre, y de esto muchos tenemos la experiencia. Cuando
Jesús se dirige a las Bodas de Caná, relata María Valtorta -cuyo escrito es
revelación privada-, Jesús dice a sus discípulos: “Vayamos a hacer feliz a mi
Madre. No se trata sólo de la felicidad de verme sino de ser Ella la iniciadora
de mi actividad de milagros y la primera benefactora del género humano. Mi
primer milagro se hizo por María. El primero como prueba de que María es la
llave del milagro. Yo no niego nada a mi madre y por su plegaria anticipo
también el tiempo de la gracia. Conozco a mi madre, cuya bondad sólo Dios
supera. Sé que el haceros un bien es lo mismo que hacerla feliz, porque es ella
todo amor. Por esto dije: “Vayamos a hacer feliz a mi madre”. Por otra parte,
quise manifestar al mundo su poder junto con el mío (El Hombre Dios I,
p.318).
Hay tres frases de la Virgen que no hay que olvidar:
No tienen vino: que confíe en que tú presentas a tu Hijo las
necesidades de todos tus hijos.
Haced lo que él os diga: danos luz para saber lo que Jesús nos dice y
amor para hacerlo.
He aquí a la esclava del Señor: que no tenga otra respuesta para él.
Jesús –decía San Ignacio de Antioquía- es “hijo de Dios y de María”[1]. Esta frase, en toda su
sencillez, contiene una verdad que da vértigo. María se ve colocada al lado de
Dios. María es la única persona que le puede decir a Jesús lo que le dice el Padre
desde toda la eternidad: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado”.
Que María sea Madre
de Dios implica otro misterio elevadísimo, quizás el de más difícil comprensión
para los hombres: el de
Luis Ma G. de
Montfort escribió: Dios Padre reunió en
un depósito todas las aguas, y las llamó mar, y reunió en otro depósito todas
las Gracias y todas las bendiciones y las llamó María. Más tarde, San Josemaría decía: “Amando a

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