Ex judío reconoce al Mesías. Lo vi descender.
Sombras del pasado
Este es un relato sobre fe, valentía y luz.
Yo era un rabino respetado en Israel, pero sentía un
vacío al acostarme y al levantarme. Aprendí a esconder ese peso. Conocí a
Andrés en un viaje a Buenos Aires. Comenzó a citar versículos de la Biblia,
pero él hablaba de manera diferente, no pretendía argumentar ni meterse en
polémicas. Me mostró pasajes de Isaías, de Daniel y de Zacarías que hablaban
sobre el Mesías. Fingí que no me afectaba. Regresé a casa y empecé a ver la
posibilidad de que Yeshúa fuera el Mesías. Leía en secreto. El miedo a ser
descubierto era sofocante, pero había algo más fuerte que el miedo. Comencé a
notar que la oración era diferente cuando veía esas palabras con nuevo sentido.
Caminaba por Jerusalén con el rostro serio.
En una madrugada salí de casa, caminé hasta un punto
alto. Repetía: “Dios si existes muéstrame la verdad”. Mis ojos se
alzaron, el cielo comenzó a abrirse. Vi una claridad nueva, intensa pero no
hería la vista. Mis piernas temblaron. Caí de rodillas sin fuerzas para
permanecer de pie. Una figura descendía lentamente, envuelta en una luz que no
se parecía a nada de este mundo, sus vestiduras eran blancas. Se detuvo ante
mí, sus ojos eran ojos que atravesaban mi alma, había autoridad en ellos, pero
también un amor tan profundo que me hizo llorar. No dije una palabra, pero su
presencia hablaba más fuertemente que cualquier sermón. Tampoco él dijo nada. Intentaba
hablar, pero sólo me salían sollozos. Todo parecía tan pequeño. Una paz se
apoderó de mí. Aun en silencio su presencia hablaba a mi corazón. Intenté
hablar, sólo pude balbucir: “Si eres tú, me rindo”. Un calor recorría mi
cuerpo. El desapareció. Supe que estaba ante el Mesías prometido a Israel. Mi
vida entera cambió. Me levanté. Las calles parecían diferentes. Dentro de mí
sabía que nada sería como antes. Temía ser tachado de loco, de traidor. Después
de unos días, mi esposa me preguntó qué tenía. Traté de compartir mi
experiencia con ella, pero ella dijo: “No pronuncies ese nombre en esta casa”.
Mi esposa lo dijo a mis padres, dejó de hablarme. No tenía el valor de
declarar. Mi esposa cambió, días después vi que la familia, ella y sus maletas
habían desaparecido. Mi padre me llamó, me dijo con frialdad: “Ya no eres mi
hijo”. La comunidad también tomó su decisión. En medio de aquel vacío conocí a
un pequeño grupo de judíos mesiánicos. Fui a una de sus reuniones, me
recibieron sin preguntas, sólo con abrazos sinceros. Descubrí que no estaba
solo.
Comencé a dar mi testimonio a grupos pequeños. Algunos
se burlaban y me llamaban loco, otros escuchaban sin decir nada. Algunos
compañeros me empezaron a llamar para confrontarme. El aislamiento era
profundo, pero yo ya no era el de antes, Por la noche recordaba los ojos de Yeshúa.
No podía guardar para mí lo que había visto. Tenía que ser un testigo para mi
pueblo.
Muchas veces lloraba a solas porque extrañaba a mis
hijos. Había perdido todo en términos terrenales, pero había ganado algo más
valioso. Descubrí que la oración no tenía que ser larga. La intimidad con Dios
fue mi fuente de valentía. Sabía que debía pagar muchos precios por mi fe. Si
Yeshúa se había revelado de forma tan clara, yo debía compartir. ¿Pero por qué
habría que pagar un precio tan alto? La visión de aquella madrugada nunca
perdió su fuerza. Eso me daba valor para seguir adelante.
Veía miradas quebrantadas, corazones abiertos. No era
en vano mi relato. Nunca me acostumbré del todo al peso. Hoy muchos me tratan
como si fuera invisible. Cambié el respeto de los hombres por la Verdad. No
puedo volver atrás. Comprendo a quienes dudan. Lo que vi no fue una
imaginación, esa certeza no se borra con el tiempo. Llevo una verdad
innegociable. Yeshúa descendió en gloria, no hubo testigos, fue rápido, intenso
y definitivo. Lo recuerdo como si fuera ayer, no se me borra. No sé por qué yo
fui elegido, pero fue real. Vi al Salvador con mis propios ojos.

Comentarios
Publicar un comentario