Los dones del Espíritu Santo

Los dones del Espíritu Santo son regalos que Dios otorga a los creyentes para fortalecerlos en su vida moral y espiritual. Estos dones ayudan a vivir una vida más cercana a la Voluntad de Dios.

El Pbro. Antonio Royo Marín enseña que los dones del Espíritu Santo son siete impulsos divinos infundidos en el alma que dependen de la gracia de Dios, son la clave de la verdadera santidad. Son el “motor oculto” de toda vida interior auténtica, son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

En su libro, Teología de la perfección cristiana, trata de ellos, no como conceptos abstractos, sino como hábitos sobrenaturales que Dios infunde en el alma para guiarnos directamente; los dones son perfecciones que disponen al hombre a seguir con docilidad las inspiraciones divinas, es decir, no actuamos por nuestra razón o esfuerzo sino porque el Espíritu Santo nos impulsa desde dentro, y este impuso no es humano es divino, algo que Santo Tomás de Aquino llamó “modo sobrehumano”. Sin estos dones no hay santidad posible, no por mérito, sino por gracia. Son necesarios porque la razón humana, por sí sola, no basta.

Royo Marín dice que actúan cuando el alma ya no puede avanzar con sus propios medios. Los dones son como una brisa divina que empuja el barco cuando el viento natural se agota. El entendimiento ilumina lo oscuro. El consejo ayuda a discernir en situaciones en situaciones difíciles. La ciencia juzga las cosas según Dios. La piedad hace tratar a Dios como Padre. El temor de Dios aleja del pecado. La sabiduría permite ver y juzgar las cosas desde la perspectiva de Dios; no es conocimiento, sino unión con Dios. El don de fortaleza es una energía sobrenatural que sostiene en el martirio.

Juntos forman un sistema perfecto, no son opcionales, son esenciales. Y el que los posee, aunque no lo sepa, ya está siendo elevado a la cumbre de la perfección

Las virtudes perfeccionan al hombre al modo humano; los dones, en cambio, son sobrenaturales, perfeccionan al modo divino.

Sin los dones la vida espiritual queda incompleta, podemos rezar, pero no contemplar, podemos obedecer, pero no amar con plenitud. Son el puente entre la gracia y la gloria.

El número siete simboliza plenitud. No es un cálculo, es una plenitud indeterminada de dones que pertenecen al Mesías (Isaías 11,2). Ese siete es una realidad teológica, lo confirman los Padres de la Iglesia. El Papa León XIII lo afirma: el justo tiene absoluta necesidad de los siete dones.

Los dones no son para todos los actos, pero sí para los más decisivos. Son necesarios para vencer tentaciones graves, para tomar decisiones cruciales, para soportar la noche oscura del alma. Es por eso que los místicos, Santa Teresa y San Juan de la Cruz, hablan de ellos como los verdaderos protagonistas de la vida interior.

La conexión entre los dones y las virtudes es otra joya. Los dones perfeccionan los actos de las virtudes. La caridad se vive con más plenitud por el don de sabiduría. La esperanza se fortalece con el temor de Dios. La fe se ilumina con el don de entendimiento. La prudencia se eleva con el don de consejo.

Iluminan el entendimiento: el don de entendimiento, que nos permite penetrar y entender las verdades de fe y los misterios de Dios de modo connatural; el don de la sabiduría asiste a la caridad para que aprendamos a amar de manera gozosa, ayuda a saborear las cosas divinas; el don de ciencia nos permite juzgar rectamente de las cosas creadas entendiéndolas desde Dios, y el don de consejo, nos da claridad para discernir lo que Dios quiere de nosotros; Dios nos lo da acompañado de otra persona porque Dios no quiere que seamos autosuficientes sino humildes. Es como una prudencia sobrenatural. Tiene que haber una purificación interior del motivo de nuestra actuación que no nos condicione en nuestras intenciones.

 Hay tres dones que iluminan la voluntad: don de piedad permite tener afición a nuestro Padre Dios y a la oración, es llamarle a Dios Abbá; el don de fortaleza, se da cuando se tiene la perseverancia, el don de mantenerse con generosidad y el don de temor de Dios, hay temor de apartarnos de Él, es un don de reverencia, de conocer la grandeza de Dios, de sentido de respeto a lo divino. Es saber que Dios se abaja. Es el don perfecto para superar la presunción.

Francisco Javier Van-tuan estaba en la cárcel de Vietnam y decía: “No voy a esperar salir de la cárcel para ser feliz, lo voy a ser desde aquí”. El don de fortaleza permite ser fuerte en Cristo.

Los dones son como el aire que respiro. Sin ellos la vida espiritual se asfixia; con ellos, florece. La santidad no es mérito, es gracia, y los dones son su canal más directo.

No se habla de ellos porque el mundo moderno teme lo sobrenatural. Prefiere la psicología a la mística, el esfuerzo a l abandono, la autoayuda a la gracia.

Royo Marín insiste en que son necesarios para todos, no sólo para los santos, para la madre, el obrero, el estudiante, para quien quiere vivir en gracia. Sin ellos el alma no puede resistir las tentaciones graves, no puede tomar decisiones cruciales, no puede soportar el vacío.

Royo Marín invita a despertar a la realidad sobrenatural, a la acción directa de Dios. Se trata de abrirse a una vida guiada por impulsos divinos, es una docilidad activa, es un sí constante a la gracia. En un tiempo de vaciedad existencial estos dones son el antídoto. No evitan el sufrimiento, sino que lo transforman. Sin ellos el alma queda incompleta.

En 1965 Royo Marín revela: Habrá una generación que reemplazará la oración por la ansiedad, la fe por la ideología y la santidad por el éxito. La verdadera apostasía no será el ateísmo, sino una espiritualidad sin Cruz.

 

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