Abandoné el Islam por Jesús, en México
Khalid, un devoto misionero islámico vino a México
para propagar su religión. Mi padre era un imán. Para mi el Islam era la única
verdad, los kafir, los infieles eran almas vacías, idólatras. Era un
honor viajar para mi viajar para la expansión del Islam. Visualizaba a las
multitudes que vendrían a mi para salvarse. Al llegar, los colores vivos y la
música me parecieron una realidad que me desafiaba. Me instalé en un barrio
donde los niños jugaban de noche y las mujeres charlaban. “Esto es un caos”.
Llevaba mi traje tradicional. Esperaba rechazo.
La gente era amable, me preguntaban sobre mi familia,
no sobre mi religión. Eran almas generosas. Un anciano se me acercó y me
ofreció la mitad de su torta de tamal. Me negué, pero su generosidad me
dejó pensativo. Vi que era fruto de su manera de ser.
Vi familias enteras unidas, mucho colorido. El
compañerismo me llamaba la atención, no podía negar la felicidad de sus ojos.
Empecé a sentir una lucha interna ante los “idólatras”. Quería quitarme las
escenas de la iglesia. Me decía a mí mismo: “Debo conocer al enemigo para
combatirlo mejor”. Mis oraciones a Alá se escuchaban ahora vacías.
La sharía (ley del Islam) me parecía ahora pesada. Un
día, mientras observaba a la iglesia desde fuera se acercó a mí un hombre con
guayabera. Se sentó junto a mí en la banca. Tenía una sonrisa amigable: “Hola
amigo, te he visto varias veces ¿estás buscando algo?”. “Estoy conociendo la
ciudad”, logré balbucear. El hombre me contó de su trabajo de carpintero,
de su familia. Me dijo: la Iglesia no es un lugar para cumplir obligaciones,
somos pecadores y nuestro doctor es Jesús.
Me invitó a una cena comunitaria fuera de la Iglesia.
“No vayas”, decía una voz interior, pero fui. Me puse mi traje como si fuera
una “armadura”. Llegué y vi que no había separación entre hombres y mujeres. Muchos
me daban la bienvenida. En mi mundo la fraternidad se compra con la obediencia.
Una señora mayor se acercó y dijo dulcemente: “Come hijo, Dios es bueno, toma
unos tamales. Dios no hace acepción de personas”. Aquí parecía que el amor
de Dios fuera para todos, “sin acepción de personas”.
El punto culminante, el cataclismo, me sacudió
una semana después. El hombre que me había invitado a la cena me llamó y dijo:
“Mi primo ha sido arrestado, es importante para ti ver esto”. El juez me dijo
que estuviéramos presentes. Llegué puntualmente al lugar. Vi al hombre que me
había invitado. Su primo estaba esposado. El aire era denso. El juez con
gravedad narró los hechos: El joven drogado había robado un coche, en su huida
había atropellado a una niña, hija de un hombre respetado en la comunidad, y la
niña había fallecido. Mi cuerpo se tensó: en mi país el Corán dice ojo por ojo,
vida por vida. El anciano lleno de tristeza se levantó lentamente. Todos,
incluidos el juez y los oficiales, contuvieron la respiración. Sus ojos se
fijaron en el joven: “Joven, has cometido un acto terrible, mi hija, mi única
hija, se ha ido por tu culpa”. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Esperaba
ver la furia, pero no apareció. Continuó: “Mi corazón está roto, pero mi fe me
enseña que el dolor no debe ser la guía de mi vida sino el amor, la Biblia dice
que el perdón es el camino de Dios. Sé con certeza que la vida de mi hija ya
fue pagada. Cristo pagó por mis pecados y por los tuyos. Por el amor que él me
ha dado te perdono, te perdono por completo. No te deseo castigo. Deseo que
encuentres la paz que yo he encontrado en Cristo”.
Khalid se puso de pie. Salió: Esto era
incomprensible. Para mí, la falta de venganza es una debilidad. En mi cultura
esto sería una deshonra para la memoria de la hija.
La madre del joven que había estado en un rincón, se acercó al anciano y lo
abrazó sollozando con gratitud. La escena era tan impactante que me hizo
retroceder sintiendo una nausea profunda. Esto no era una debilidad, era una
fuerza que no conocía. Ese día mi fe en el Islam se rompió, no por teología,
por un acto de perdón que destrozaba mi comprensión del mundo. Me senté en la acera. Estaba en un mar de dudas. Mi
misión de convertir a los infieles se había tornado en un viaje hacia mi propia
alma. Y el descubrimiento era aterrador por lo que me podía esperar.
Volví a mi casa. Mi alma se había sacudido hasta
los cimientos. Mi cuerpo temblaba. Mi mente buscaba una justificación o un
precedente en la sharía, pero no había nada. Mi padre siempre había enseñado
que la justicia de Alá era absoluta. El acto de ese anciano era un “sacrilegio”
para un musulmán, pero era un sacrilegio tan hermoso. Intenté rezar, me incliné
hacia la Meca. Mis palabras eran sin vida, mi mente no estaba en el ritual. La
oración era un tormento. Me di cuenta de que el Alá de mi mezquita no podía ser
el mismo Dios del Señor del perdón. No recé, sólo lloré. Mi corazón dijo: “Si
eres el Dios del perdón y del amor, muéstramelo”. Sentí una paz que no
venía de la obediencia sino de la gracia. Fue un momento de rendición total.
Supe que Él había pagado por mí. Sentí una alegría enorme. Había encontrado la
paz, pero también había firmado mi sentencia de muerte.
Yo era Khalid, el seguidor de Jesús. El pánico se
apoderó de mí. Sabía que no podía quedarme solo, necesitaba hablar. Llamé al
hombre que me había invitado. Le conté todo. No me juzgó, no me dio un sermón,
me escuchó. Dijo: “Hermano Khalid, bienvenido a la familia, no tengas miedo”.
Sentía que no podía dejar a mi familia musulmana en la oscuridad. Tomé el
teléfono, mi padre el imán, me contestó. Quise responder con la verdad. La
tensión era palpable. “Padre: He visto a un hombre perdonar. He encontrado a
Jesús”. Podía escuchar la respiración de mi padre. “Khalid te has deshonrado a
ti m ismo, has traicionado a tu propia sangre”. No quería oír. “Estas muerto
para mí y para tu comunidad”.
Mi padre tenía la obligación de
denunciarme. Había encontrado la salvación, pero había
perdido todo. El terror me invadió. Cerré las puertas. El aire estaba lleno de
amenazas invisibles. Mi mente se inundó de recuerdos de mi infancia y mi
juventud.
La condena a muerte era un acto para salvar a la
comunidad de la corrupción. Yo lo había aceptado como una verdad divina. Vi la
naturaleza de la fe que había dejado. La noche se hizo larga.
Mi teléfono sonó. Era una larga distancia de mi
mentor. Tal vez podía interceder, pero no fue así, la voz era dura. No hubo
saludo, no hubo calidez. Simplemente dijo: “Regresa, arrepiéntete”. El mensaje
era de amenaza.
Supe que la providencia me había enviado a México para
encontrar la verdad. No podía quedarme en esa casa, salí de la casa de
inmediato dejando todo atrás. Corrí por las calles. Busqué la iglesia que había
despreciado. Toqué con fuerza. El pastor abrió, me miró y yo, le conté todo.
Cuando terminé, me abrazó. “Khalid: has sido hallado por el Pastor. El amor de
Dios no se basa en la obediencia sino en la gracia. Los que buscan la verdad
son perseguidos”. Su esposa me trajo un vaso de agua. El pastor me trajo un
teléfono desechable y me dio una dirección de una ciudad que ayudaba a personas
necesitadas. Me sentía roto, pero no solo. La huida estaba por comenzar. Me
alimentaron, me nutrieron con la verdad de Cristo.
FUENTE; https://youtu.be/viHzDu5uRHQ

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