Me entrenaron para matar


 

https://youtu.be/xWe5O1npAAs

Poder de un testimonio

Un musulmán, Samid Ben Nasser, narra: “Me decían que la compasión era para los débiles”. Alrededor de los 18 años, mi padre me entregó a un grupo para entrenarme como soldado. Corríamos km sobre arena blanda del desierto de Merzouga. Sólo existía la autoridad de un jefe. La primera vez que maté tenía 22 años. Esa noche no dormí. Pasado el tiempo me hice fama de buen tirador. En una ocasión, tomando represalias, matamos a un niño de 13 años sin deberla ni temerla. Poco después un amigo, Joseph, murió en una operación; me conmovió profundamente. Empecé a aislarme. Fui educado para no cuestionar. Comencé a dormir mal.

Soñé con un resplandor entre las dunas y una voz que decía mi nombre.

- Samir, ¿por qué tienes miedo? Yo soy aquel que te conoció antes de que nacieras.

Empecé a leer el Corán con pasión, mas no encontré lo que necesitaba.

Un atardecer un compañero encendió el radio; una frase se coló: “Jesús te llama por tu nombre”. Era un pensamiento peligroso. Cada día en el campamento el entrenamiento se volvía más duro. ¿Debo obedecer al ejército o a la voz que me llama? El desierto parecía distinto, lo sentía como un espejo que me recordaba lo pequeño que era.

Un día el comandante dijo: “Informe de que viene un grupo”. Preparé mi arma. El conyoy avanzó. El comandante dijo: “Si ves algo, dispara”. Distinguí dos hombres y una mujer, y ella llevaba un niño. No eran soldados, eran refugiados. Escuché una voz interior: “Samir no lo hagas, ellos son míos”. El rifle tembló en mis manos. Una ráfaga de viento alzó polvo. El comandante me dio luz verde. El dedo se detuvo a milímetros del gatillo. Otra vez la Voz: “confía en mí”. Habían cruzado a una colina y desaparecieron. Por primera vez sentí paz, no maté. El fusil seguía en mis manos. Dije, diré: “No tengo tiro limpio”. A los pocos minutos vino un oficial: “¿Qué pasó halcón?” – “Nada. La tormenta de arena me cegó”. Sabía que no me creía. Pude sentir la furia contenida del comandante.

Salí, me arrodillé en la arena caliente: “¿Quién eres?”. Pregunté. “¿Por qué me hablas?”. No vi nada, una certeza me llenó por dentro, había paz. No sabía orar, no sabía cómo tratarlo. Dije: “¿Muéstrame quién eres?”.

Me llamaron: “Hoy fallaste. Te vi dudar”. El comandante me miró con desprecio. “Te enviaré al cuartel de disciplina”. Allá no tenía agua, sólo oscuridad. Antes de dormir la voz regresó: “Samir, yo te he elegido, no temas lo que viene”.

Al día siguiente, el tembló fuerte. La misma voz habló: “¡Corre Samir, este no es tu lugar!”. Tomé una cantimplora, corrí hasta que las piernas no podían más.

Ya lejos volteé a ver y comprendí que el campamento había sido atacado. El campamento ardía. Se veía el humo. Me iban a considerar traidor por escapar. Me buscarían. El agua de la cantimplora apenas alcanzaba para mojar mis labios. La voz volvió: “No temas, Samir, Yo estoy aquí”. Lloré. Estaba sucio y perdido. Grité al cielo: “¿Por qué me dejaste solo, dime quién eres?”.

La tercera noche encontré una choza. Dormí. Soñé con un río y un hombre. Oré: “Si eres quien creo, ayúdame”. Sentí paz. A lo lejos vi polvo levantarse. El ejército, venían por mí. Observé como se acercaban, me escondí en una cueva. Un amigo, Hassan, dijo: “Hermano, vuelve. Si no regresas diremos que desapareciste”. No salí. Esa noche encendí una fogata y calenté un pan del campamento.

Otra vez la voz: “No regreses, tengo un propósito para ti”. Las noches eran cuchillos de hielo. Empecé a alucinar por hambre y sed. Una fuerza invisible: “No te detengas, yo camino contigo”: Ya no llevaba armas.

Al anochecer del 5º día encontré un paso de agua turbia y salada. ¿Por qué sigues cuidándome? “Porque te amo Samir, aunque no crees en mí, yo creo en ti”. Esa palabra, amor, me sonó como nueva. Oía disparos en el viento.

Una tarde, mientras descansaba en una roca, un anciano se acercó, sonrió y dijo: “La arena te ha probado, pero aún no ha quebrado tu espíritu. El que te ama en sueños no ha terminado contigo… El Dios que te llamó no pertenece a ningún pueblo”. Me dio agua. Luego vino un viento y desapareció.

A la mañana siguiente retomé el camino. Recordé la voz y pensé: No era la voz de un juez, era la voz de un padre. Seguía caminando guiado por una intuición. La voz no volvió a hablar. ¿Y si estaba loco? La piel me ardía.

“Si eres real, no me dejes morir así”. Caí de bruces. Cuando la vida se me escapaba el tiempo se detuvo. Escuche con el alma: “Samir, levántate”. Una claridad iluminó el horizonte. Intenté abrir los ojos. El miedo desapareció. Supe que estaba ante el Dios. “Soy Jesús, el nombre que dio su vida por ti”. Me cubrí el rostro con las manos. Susurré: “No merezco esto, he matado, he mentido”. Contestó: “Yo no vine por los justos, vine por los perdidos”. Era como si alguien limpiara mi alma desde dentro. “Levántate. Hay caminos que recorrer para que hables de Mí”.

Seguí caminando. El sol comenzó a levantarse. Cerré los ojos, la brisa volvió suave. Otra vez su voz: “Ahora sabes quién soy, pero falta saber quién eres tú”. Ante esa propuesta dije: “Enséñame, no sé orar, no sé vivir”. Respondió: “No necesitas saber, sólo confía”.

Durante 3 días me quedé allí. Sólo había agua y dátiles que alguien dejó allí. Mi corazón comenzó a hablar con Dios: “¿qué quieres de mí? ¿por qué me buscaste?”.

“Porque te amo, y quiero que otros sepan que los amo”.

Me lavé la cara. Las arrugas del odio habían desaparecido. Poco tiempo después me encontró una anciana, Miriam: “Hijo, parece que el desierto te dejó sin alma”. Explicó: “El Señor me mostró que había un hombre que necesitaba ayuda”. Me llevó a su refugio. Me dio pan, agua y paz. Cada palabra suya encajaba con lo que había sabido. Cuando me habló de la cruz y explicó que murió por hombres como yo. Medité y dije: “Jesús: si aún me quieres toma mi vida”. La paz descendió. Supe que no me pertenecía.

Los días en la pequeña choza fueron un bálsamo. Cuidaba un pequeño huerto. Le ayudé a la anciana, quien ayudaba a lo que se perdían o a los que ella encontraba. Nunca me preguntó por mi pasado. En las noches me habló del Mesías. Yo escuchaba como un niño. Me dijo: “Jesús no sólo te salvó para que vivas, sino para que ayudes a otros. El que vive en Cristo no teme morir”. Un día Miriam me entregó el Evangelio. Lo leí con avidez y, al poco tiempo me marché pues supe que me buscaba. Finalmente, ya lejos, llegué a una aldea cerca del mar. Me establecí allí y trabajé como pescador, y desde allí empecé a visitar pueblos cercanos para llevar Su Palabra.

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