Me entrenaron para matar
Poder de un
testimonio
Un musulmán,
Samid Ben Nasser, narra: “Me decían que la compasión era para los débiles”. Alrededor
de los 18 años, mi padre me entregó a un grupo para entrenarme como soldado.
Corríamos km sobre arena blanda del desierto de Merzouga. Sólo existía la
autoridad de un jefe. La primera vez que maté tenía 22 años. Esa noche no
dormí. Pasado el tiempo me hice fama de buen tirador. En una ocasión, tomando
represalias, matamos a un niño de 13 años sin deberla ni temerla. Poco después
un amigo, Joseph, murió en una operación; me conmovió profundamente. Empecé a
aislarme. Fui educado para no cuestionar. Comencé a dormir mal.
Soñé con un
resplandor entre las dunas y una voz que decía mi nombre.
- Samir,
¿por qué tienes miedo? Yo soy aquel que te conoció antes de que nacieras.
Empecé a
leer el Corán con pasión, mas no encontré lo que necesitaba.
Un atardecer
un compañero encendió el radio; una frase se coló: “Jesús te llama por tu nombre”.
Era un pensamiento peligroso. Cada día en el campamento el entrenamiento se
volvía más duro. ¿Debo obedecer al ejército o a la voz que me llama? El
desierto parecía distinto, lo sentía como un espejo que me recordaba lo pequeño
que era.
Un día el
comandante dijo: “Informe de que viene un grupo”. Preparé mi arma. El conyoy
avanzó. El comandante dijo: “Si ves algo, dispara”. Distinguí dos hombres y una
mujer, y ella llevaba un niño. No eran soldados, eran refugiados. Escuché una
voz interior: “Samir no lo hagas, ellos son míos”. El rifle tembló en mis manos.
Una ráfaga de viento alzó polvo. El comandante me dio luz verde. El dedo se
detuvo a milímetros del gatillo. Otra vez la Voz: “confía en mí”. Habían
cruzado a una colina y desaparecieron. Por primera vez sentí paz, no maté. El
fusil seguía en mis manos. Dije, diré: “No tengo tiro limpio”. A los pocos
minutos vino un oficial: “¿Qué pasó halcón?” – “Nada. La tormenta de arena me
cegó”. Sabía que no me creía. Pude sentir la furia contenida del comandante.
Salí, me
arrodillé en la arena caliente: “¿Quién eres?”. Pregunté. “¿Por qué me hablas?”.
No vi nada, una certeza me llenó por dentro, había paz. No sabía orar, no sabía
cómo tratarlo. Dije: “¿Muéstrame quién eres?”.
Me llamaron:
“Hoy fallaste. Te vi dudar”. El comandante me miró con desprecio. “Te enviaré
al cuartel de disciplina”. Allá no tenía agua, sólo oscuridad. Antes de dormir
la voz regresó: “Samir, yo te he elegido, no temas lo que viene”.
Al día
siguiente, el tembló fuerte. La misma voz habló: “¡Corre Samir, este no es tu
lugar!”. Tomé una cantimplora, corrí hasta que las piernas no podían más.
Ya lejos
volteé a ver y comprendí que el campamento había sido atacado. El campamento
ardía. Se veía el humo. Me iban a considerar traidor por escapar. Me buscarían.
El agua de la cantimplora apenas alcanzaba para mojar mis labios. La voz
volvió: “No temas, Samir, Yo estoy aquí”. Lloré. Estaba sucio y perdido. Grité
al cielo: “¿Por qué me dejaste solo, dime quién eres?”.
La tercera
noche encontré una choza. Dormí. Soñé con un río y un hombre. Oré: “Si eres
quien creo, ayúdame”. Sentí paz. A lo lejos vi polvo levantarse. El ejército,
venían por mí. Observé como se acercaban, me escondí en una cueva. Un amigo,
Hassan, dijo: “Hermano, vuelve. Si no regresas diremos que desapareciste”. No
salí. Esa noche encendí una fogata y calenté un pan del campamento.
Otra vez la
voz: “No regreses, tengo un propósito para ti”. Las noches eran cuchillos de
hielo. Empecé a alucinar por hambre y sed. Una fuerza invisible: “No te
detengas, yo camino contigo”: Ya no llevaba armas.
Al anochecer
del 5º día encontré un paso de agua turbia y salada. ¿Por qué sigues
cuidándome? “Porque te amo Samir, aunque no crees en mí, yo creo en ti”. Esa
palabra, amor, me sonó como nueva. Oía disparos en el viento.
Una tarde,
mientras descansaba en una roca, un anciano se acercó, sonrió y dijo: “La arena
te ha probado, pero aún no ha quebrado tu espíritu. El que te ama en sueños no
ha terminado contigo… El Dios que te llamó no pertenece a ningún pueblo”. Me
dio agua. Luego vino un viento y desapareció.
A la mañana
siguiente retomé el camino. Recordé la voz y pensé: No era la voz de un
juez, era la voz de un padre. Seguía caminando guiado por una intuición. La
voz no volvió a hablar. ¿Y si estaba loco? La piel me ardía.
“Si eres
real, no me dejes morir así”. Caí de bruces. Cuando la vida se me escapaba el
tiempo se detuvo. Escuche con el alma: “Samir, levántate”. Una claridad iluminó
el horizonte. Intenté abrir los ojos. El miedo desapareció. Supe que estaba ante
el Dios. “Soy Jesús, el nombre que dio su vida por ti”. Me cubrí el rostro con
las manos. Susurré: “No merezco esto, he matado, he mentido”. Contestó: “Yo no
vine por los justos, vine por los perdidos”. Era como si alguien limpiara mi
alma desde dentro. “Levántate. Hay caminos que recorrer para que hables de Mí”.
Seguí
caminando. El sol comenzó a levantarse. Cerré los ojos, la brisa volvió suave.
Otra vez su voz: “Ahora sabes quién soy, pero falta saber quién eres tú”. Ante
esa propuesta dije: “Enséñame, no sé orar, no sé vivir”. Respondió: “No
necesitas saber, sólo confía”.
Durante 3
días me quedé allí. Sólo había agua y dátiles que alguien dejó allí. Mi corazón
comenzó a hablar con Dios: “¿qué quieres de mí? ¿por qué me buscaste?”.
“Porque te
amo, y quiero que otros sepan que los amo”.
Me lavé la
cara. Las arrugas del odio habían desaparecido. Poco tiempo después me encontró
una anciana, Miriam: “Hijo, parece que el desierto te dejó sin alma”. Explicó: “El
Señor me mostró que había un hombre que necesitaba ayuda”. Me llevó a su
refugio. Me dio pan, agua y paz. Cada palabra suya encajaba con lo que había
sabido. Cuando me habló de la cruz y explicó que murió por hombres como yo. Medité
y dije: “Jesús: si aún me quieres toma mi vida”. La paz descendió. Supe que no
me pertenecía.
Los días en
la pequeña choza fueron un bálsamo. Cuidaba un pequeño huerto. Le ayudé a la
anciana, quien ayudaba a lo que se perdían o a los que ella encontraba. Nunca
me preguntó por mi pasado. En las noches me habló del Mesías. Yo escuchaba como
un niño. Me dijo: “Jesús no sólo te salvó para que vivas, sino para que ayudes
a otros. El que vive en Cristo no teme morir”. Un día Miriam me entregó el
Evangelio. Lo leí con avidez y, al poco tiempo me marché pues supe que me
buscaba. Finalmente, ya lejos, llegué a una aldea cerca del mar. Me establecí allí
y trabajé como pescador, y desde allí empecé a visitar pueblos cercanos para
llevar Su Palabra.

Comentarios
Publicar un comentario