Ira y enojo

 

La ira es un sentimiento de indignación que causa enojo, irritación o enfado violento con pérdida del dominio de sí mismo. No se piensa, llega la ira y se actúa de inmediato y después se reflexiona. Hay una frontera delgada entre el enojo y la ira, es decir, se pierde el control en niveles diversos. En este pecado puede estar el origen de nuestros males. Vamos a hacernos dos preguntas.

1. ¿Cómo te sentiste la última vez que te enojaste tanto que te saliste de control? ¿Lastimaste a alguien? ¿Te quedaste con tristeza? ¿Te quedaste con sentimientos de culpa? ¿Hubo rechazo, resentimiento, odio?

2. ¿Cuáles fueron las consecuencias? Quizás perdí mi trabajo o dejé de hablarle a una persona o me fui de casa.

El enojo y la ira son sinónimos, hay una delgada frontera entre ambas, como se mencionó, pero existe una diferencia de grado. El enojo es pasajero, no se genera en el corazón; nos enojamos cuando no se hacen las cosas como creemos que se debe. Hay personas “de mecha corta” que se prenden con facilidad, es decir, se detona la cólera. Hay personas que han perdido su trabajo o su matrimonio, han deteriorado su salud porque su ira se salió de control. Esta conducta “parte” la vida.

Hay un origen de este modo de ser. Es una conducta adquirida en casa o en la escuela, allí tomamos esta actitud, para salir de la frustración, miedo, impotencia u ofensa, es una respuesta a un estado emocional. La usamos cuando nos sentimos amenazados. Perdemos la paciencia y gritamos. La ira no resuelve los problemas nunca, pero sí los empeora, el daño va en aumento. Nos ponemos agresivos, vienen estallidos de violencia: gritamos, peleamos, ofendemos, llegamos a los golpes… La ira no tiene medida porque no piensa.

Perfil del iracundo

Los coléricos obran por impulso con el siguiente mecanismo: siente rechazo, ofensa o frustración, entonces actúa, grita, ofenda, golpea, ¡explota! Y al final, piensa y se arrepiente. Aun cuando haya tenido la razón, sobrepasa los límites. Le da cuerda a su fantasía. En un arrebato de ira destruye lo que mucho se tardó en construir, se vuelve una bomba atómica de mal humor, llega a perder lucidez, actúa como bestia.

Se quiere resolver con violencia física o verbal los problemas o contradicciones, para ello usa palabras ofensivas, frases irónicas, humilla a su adversario lo más que puede. Disfraza su veneno con una sonrisa, con sarcasmo. Otras veces está en el chisme, se queja anónimamente. Provoca la agresión y se hace a un lado. La persona iracunda rompe cosas, raya muebles, grita porque piensa que así, entre más grite, va a tener la razón.

Hay personas que traen la ira embotellada, se le ve tranquila, se traga todo y luego explota, la mayor de las veces, sobre los más débiles: los hijos, el subordinado o el que camina en la calle. Hay personas que quieren controlar la vida de los hijos, y al no lograrlo, muestran un rostro quebrado. Se desquita con los más débiles. Su diálogo interno es negativo, sus pensamientos son obsesivos, compulsivos.

El iracundo no mide las consecuencias de sus actos que pueden ser muy graves como lastimar a una persona de por vida con su lengua hiriente o sus golpes. Además, se siente herida por cosas sin importancia. Su diálogo interno es negativo, tiene pensamientos de violencia, vive con paranoias, con prejuicios, interpreta de modo que sale beneficiado o justificado.

Las explosiones de ira son cada vez más agresivas, como toda conducta destructiva. La voz sube de niveles y también su nivel de agresión.

Tenemos dos tipos de iracundos: el que arremete contra los demás, hacia el medio ambiente o hacia las cosas; pegan con su puño las paredes. El que arremete contra sí mismo ocasionándose daños físicos, hiriéndose a sí misma.

Al final la ira pasa factura, la persona queda con sentimientos de culpa, origina enfermizas conductas de compensación, acaba en soledad o en la cárcel; de plano nadie quiere estar con esa persona. El iracundo se queda solo, y, a veces, en la cárcel. El furibundo ocasiona terribles resentimientos en los demás: los hijos, la pareja, la familia. Las personas se van alejando de él o ella y guardan resentimientos de sus ofensas. Al irascible se le envenena el alma y, en consecuencia, es infeliz.

Este ladrón ataca cuando menos lo esperas, no se controla. Primero hay que pensar y luego actuar. La ira todo lo destruye. La violencia engendra más violencia. Luego viene la revancha. El airado primero siente, luego actúa y luego se arrepiente. Empieza con las palabras hirientes y pasa a los actos, ¿y cómo puede poner remedio? Si toma una hoja de papel, la arruga y luego la plancha ya nunca va a quedar igual.

El origen de la irritabilidad está en la infancia, porque no se cumplieron sus expectativas, porque el entorno no respondió a sus necesidades. Viene un desencadenamiento de sentimientos de los que nace la ira; necesitaba ser visto, escuchado, amado, a cambio recibió gritos, cachetadas, coscorrones. Quizás tuvo padres periféricos, es decir, ausentes. Es urgente encontrar nuestra herida, porque en el pasado fuimos víctimas, y ahora somos victimarios, y estamos repitiendo conductas con nuestra familia.

Al iracundo hay que ayudarle a reflexionar. Que hable: “Menciona algunos actos u omisiones que te molestan. ¿Por qué te molestan?”. A veces hay dificultad para enfrentar este problema, sin embargo, hay que tratar de encontrar el origen de esa ira; si no se enfrenta no hay curación. Alguna persona siente ira porque de niño fue maltratado, ante ello, hay que ver cómo reacciona. Hay que dar el primer paso en nombre de nuestro Señor. Dios hace maravillas cuando oramos y le entregamos todo al Señor. A veces necesitamos canalizar a esa persona con el especialista indicado.

 


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