Creo en la resurrección de la carne


 

El hombre hace planes de lo que hará en un mes, en dos años o en tres décadas, pero no se plantea: ¿Qué haré dentro de un millón de años? ¿Dónde estaré? Nos conviene planear a largo plazo para comportarnos de modo que lleguemos al lugar que deseamos y al que el Señor nos tiene preparado en el Cielo, porque podemos no llegar si no hay un arrepentimiento final.

¿Qué nos espera al final de la vida? Con la muerte el alma se separa del cuerpo, pero con la resurrección cuerpo y alma se unen de nuevo en la gloria para siempre (cfr. Catecismo, 997). El dogma de la resurrección de los muertos habla de la plenitud de la vida inmortal a la que estamos destinados, se presenta como un vivo recuerdo de su dignidad. Habla de la bondad del cuerpo, del valor de la historia vivida día a día, de la vocación eterna de la materia.

Los gnósticos del siglo II no creían en ella, por eso los Padres de la Iglesia insisten en la resurrección de la carne.

Santo Tomás de Aquino considera que la resurrección de los muertos es natural en lo que se refiere al destino del hombre (porque el alma inmortal está hecha para estar unida al cuerpo, y viceversa), pero es sobrenatural respecto a Dios que es quien lo lleva a cabo (Suma contra gentiles, IV,81). Es decir, es natural en cuanto a la “causa final” (propósito o finalidad de algo), es sobrenatural en cuant o a la “causa eficiente” (agente que causa un cambio).

El teólogo Paul O’Callaghan dice que el cuerpo resucitado será real y material, pero no terreno ni mortal. San Pablo habla del cuerpo resucitado como “glorioso” (Flp 3,21) y “espiritual” (1 Co 15,44). Esa resurrección ¿cuándo tendrá lugar? En el día del juicio final.

En la vida hay luces y sombras, momentos de alegría y de pena; la vida terrena está marcada por la Cruz. Con el Bautismo y la Eucaristía, el proceso de la resurrección ha comenzado de algún modo ya aquí en la tierra (cfr. Catecismo, 1000). Según Santo Tomás, en el estado resucitado, el alma informará al cuerpo tan profundamente, que en éste quedarán reflejadas sus cualidades morales y espirituales (Suma Teológica, III. Suppl., qq. 78-86). El alma deja una huella duradera en el cuerpo. Finalmente, vendrá el juicio definitivo de vivos y muertos.

Paul O’Callaghan expone que se pueden hacer unas observaciones prácticas:

1. Esta doctrina católica excluye la teoría de la reencarnación; el alma no emigra hacia otro cuerpo. La vida humana es única, no se repite. Esto da peso a lo que hacemos cada día. El Vaticano II habla del “único curso de nuestra vida” (Lumen gentium, 48).

2. Una manifestación de la fe en la resurrección es la veneración de las reliquias de los santos.

3. La Iglesia aconseja sepultar los cuerpos en vez de cremarlos, pero la cremación no es ilícita (CIC, 1176).

4. La resurrección de los muertos coincide con la venida de “los nuevos cielos y la tierra nueva” (Catecismo, 1042; 2 Pe 3,13; Apoc 21,1). Es decir, el cosmos entero será transformado. La Iglesia alcanzará su plenitud en la gloria celeste, cuando se restauren todas las cosas (cfr. Hechos, 3,21), y la creación entera será renovada en Cristo (cfr. Ef 1,10). Habrá continuidad entre este mundo y el nuevo, pero también discontinuidad marcada por la perfección, la permanencia y la felicidad completa.

El sentido cristiano de la muerte

El enigma de la muerte se comprende a la luz de la resurrección de Jesucristo y de nuestra resurrección en Él. La muerte se presenta como el mal más grande en el orden natural, pero será superada completamente cuando Dios resucite a los hombres. La muerte se presenta como natural al separarse el cuerpo del alma. Después de la muerte el hombre no puede merecer ni desmerecer; ya no tendrá oportunidad de arrepentirse. Después de morir, el alma irá al cielo, al purgatorio o al infierno, pasando por el juicio particular (CEC, 1021-1022).

¿Por qué entró la muerte en el mundo? A causa del pecado (cfr. Génesis 3, 17-19; Sb 1, 13-14; Rm 5,12; 6, 23). La muerte es inexorable, por tanto, hay que aprovechar el tiempo. Tempus breve est!

Lectura sugerida: Catecismo de la Iglesia Católica, 988-1050.

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