¿Santo…, yo?
Hubo un personaje vietnamita llamado Francisco Javier Nguyen van Thuan
que estuvo años encerrado en la cárcel por los comunistas, por ser un obispo
fiel a Dios y al Vaticano. Cuando fue arrestado sintió tristeza por lo que
dejaba. Renunció a desgastarse esperando su liberación. Su opción fue “voy a
vivir el momento presente colmándolo de amor”. No fue una inspiración
improvisada, sino una convicción que fue madurando durante toda su vida. Sin
embargo, se inquietaba por su rebaño, que estaba como ovejas sin pastor. Una
noche le llegó la luz: “Haz como San Pablo cuando estuvo en la prisión,
escribía letras a varias comunidades”. Así fue como empezó a escribir cartas
que luego se convirtieron en libros.
¿Santo, yo?... Con frecuencia los bautizados no nos
planteamos ser santos, nos planteamos estudiar tal o cual cosa pero no pensamos
seriamente en conocer y amar a Dios. Pocas veces nos planteamos leer la Biblia
diariamente. Para San Pablo los bautizados son “santos por vocación”, o
“llamados a ser santos” (Cf. Rm 1,7 y 1 Co 1,2). Y habitualmente designa a los
bautizados con el término “los santos”. La santidad reside en el corazón, y se
resume en el amor, en estar unidos a Jesucristo.
La llamada a la santidad está presente desde las primeras páginas de la
Biblia, así se lo propone el Señor a Abraham, en el siglo XIX a.C.: “Camina en
mi presencia y sé perfecto” (Gén 17,1).
El Fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá,
decía: Pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados,
todas las profesiones, todas las tareas honestas. “Se puede santificar cualquier
trabajo honesto, sean cuales fueren las circunstancias en que se desarrolla” (Conversaciones, n. 26).
El Concilio Vaticano II confirmó esta doctrina en
diversos lugares de sus documentos: “Todos los fieles, de cualquier estado o
condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de
la caridad” (Const. Lumen gentium, n.
40; Cfr. Gaudium et spes, nn. 35, 38,
48, etc).
En su Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, el Santo padre
Francisco, pide dejarnos estimular por los signos de santidad que el Señor nos
presenta a través de los más distintos miembros del pueblo de Dios. Pensemos
–dice-, como nos sugiere Teresa Benedicta de la Cruz, que a través de los
santos se construye la verdadera historia: “En la noche más oscura surgen los más
grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida
mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la
historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las
cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que
hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es
algo que sólo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado” (n. 8).
San Pablo enfatiza esta idea: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra
santificación” (1 Tes 4,3). Dios “nos ha elegido antes de la constitución del
mundo para que seamos santos e inmaculados en su presencia” (Efesios 1,4). Los
primeros cristianos, fieles corrientes –casados y célibes-, de toda edad y
condición, se sabían llamados a la santidad (cfr. Romanos 1,7), “elegidos, por
Dios, santos y amados” (Col 3,12). Buscaban la santidad en todas las
actividades de la tierra: unos en el campo intelectual, otros en el trabajo
manual; otros, en ambos.
Juan Casiano, del siglo IV, resalta lo que es principal en la vida: “No
es tanto lo que se gana por la práctica de un ayuno como lo que se pierde por
un momento de cólera; y el fruto que sacamos de la lectura, no iguala al daño
que nos causamos por el menosprecio de un hermano” (Colaciones I, 7). Por
consiguiente, conviene supeditar las cosas que están en un plano secundario, a
la caridad, virtud primordial.
Pasados los primeros siglos de cristianismo, se olvida prácticamente el
carácter universal de la llamada a la santidad y se llega a considerar como
patrimonio exclusivo de los que se apartan del mundo, para dedicarse a la
contemplación de las cosas divinas en la soledad del desierto o del claustro.
La santidad está muy conectada con la fidelidad y con la felicidad. La
felicidad aquí en la tierra es fruto de la humildad, de acompañar y de sentirse
acompañados. Las personas agradecidas ven todo como un don y son felices. En la
vida interior, ¿de quién será la victoria? Juan Pablo II decía: De quien sepa
acoger a Dios.
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