Jesús, amigo



En su vida terrena Jesús entra en relación con personas muy distintas: enfermos, transeúntes, parientes, pecadores, espías, etc. Pero en torno a él se mueven sobre todo sus amigos. Así llama Jesús a sus discípulos: “amigos”. Ante la tumba de Lázaro dice la gente: “Mirad cuánto le amaba” (Juan, 11,36).
Por el Amor que nos tiene, Jesús nos hace amigos suyos. El don del Espíritu Santo nos sitúa ante una relación nueva con Dios; su Espíritu nos hace hijos del Padre y nos introduce en una especial intimidad con Jesús (cfr. Noticias julio 2017, p. 6). Tenemos una unidad profunda con él de conocimiento y de in tenciones. Como decía San Agustín: la amistad consiste en amar y rechazar lo mismo (ídem velle, ídem nolle).
Para que haya amistad se necesita conocimiento de esa persona y afecto. Resuenan las palabras de San Agustín: noverim Te, noverim me, “Señor, que te conozca y que me conozca” (Soliloquios II,1.1). Es decir, el trato personal con Jesucristo es el nervio de la vida interior. Cristo nos espera y nos acompaña como un amigo en todo momento, ¡para eso se encarnó!, pero podemos no reconocerlo, no percibir su presencia. Por eso podemos hacer de la propia vida tema de conversación con Dios.
San Josemaría recomendaba: Te aconsejo que en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Contémplalo, y luego cuenta lo que a ti te sucede (cfr. Amigos de Dios, 253). Imagina la cara de la gente, el rostro de Jesús, y tú, estás allí presente, asombrado y atento.
Hay que acercarse al Evangelio con una actitud de oración, sin prisa, detenidamente. A nadie le gusta que su interlocutor tenga prisa, así podremos preguntarle al Señor: ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Cómo responder a lo que propones? Ayúdame. Existen muchas vías para tratar a Jesús a través de la Escritura. Y lo más importante es que Jesús nos espera en el Sagrario y en los demás, lugar privilegiado para encontrarle; allí está el Amigo entrañable.


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