El Cantar de los cantares
El título “Cantar de los cantares” es un superlativo, como “vanidad de vanidades” (Eclesiastés 1,2). Quiere decir que esa canción es superior a todas. Ocupa el primer lugar en la literatura mística de todos los tiempos.
No se exhibe aquí un amor prohibido o culpable, sino una
relación legítima entre esposos. Dios quiere aplicar aquí, a los grandes
misterios de su amor con la humanidad la más vigorosa de las imágenes: la
atracción de los sexos. Sabe que todos la comprenderán porque todos la sienten,
y en ello no ha de verse lo prohibido sino lo legítimo del amor matrimonial. De
este sublime poema se ha dicho: “El que vea mal en ello, no hará sino poner su
propia malicia, y el que sin malicia lo lea buscando su alimento espiritual,
hallará el más precioso antídoto contra la carne”.
Straubinger explica que el misterio que Dios esconde en
este libro no ha sido todavía penetrado en forma satisfactoria. El breve libro
es sin duda el más hondo secreto de la Biblia, por eso es forzoso ser muy parco
en afirmaciones respecto al Cantar. A
pesar de nuestra ignorancia, el divino poema nos sirve para nuestra vida
espiritual pues nos lleva a creer en el más precioso de los dogmas: El amor que
Dios nos tiene. “La fe en el amor de Dios es la que nos hace amar a Dios”
(Julián Eymard). El Cantar nos ayuda
a creer en el amor con que somos amados.
El Cantar empieza
diciendo: “Bésame con el beso de tu boca”. San Bernardo explica que el beso de
la boca del Padre es Jesucristo; pedimos que nos dé su Palabra, es decir, a
Jesús. La Iglesia de la Antigua Alianza suspira por el Mesías, anhelando que el
beso de la Palabra divina, que había recibido de la boca de los profetas, le
sea dado por la boca del Padre. Luego dice la Esposa al Esposo: “Atráeme”. Lo
dice en primera persona porque Dios nos atrae personalmente. “Amad, dice San
Agustín, y seréis atraídos”, y añade el mismo Doctor: “El amor es una palanca
tan fuerte que levanta los pesos más grandes, porque el amor es el contrapeso
de todos los pesos” (De Civ. Dei, II,
28). Jesús dice que nadie puede ir a Él si el Padre no lo atrae (Juan 6,44;
12,32). Es decir, Dios da los primeros pasos. “¡Atráeme!, esta sola palabra
basta”, dice Santa Teresita (Historia de
un alma, cap. X). Se lee en el Cantar:
“corramos”, porque el alma atraída, atrae a otros a ir en pos del más bello de
los hijos de los hombres. No hay otro como él, Rey de reyes y Señor de señores.
Dios “nos ama, no tal cual somos por nuestros méritos, sino
tal como llegaremos a ser por don suyo” (S. Próspero). Para poder escuchar, y
entender y gozar la dicha inefable de este lenguaje, hay que grabar para
siempre en el alma este sello femenino de esposa, y no pretender invertir los
papeles.
La Esposa se desprecia a sí misma llamándose morena (quizás
por el pecado), y alaba al Esposo por su hermosura. “Y Él, que tiene por
costumbre ensalzar al que se humilla, poniendo en ella los ojos como ella se lo
ha pedido, en la canción que sigue la llama blanca paloma” (San Juan de la
Cruz, Cántico Espiritual XXXIV).
“No despertéis… a la amada” (2,7). No es la Esposa
apasionada la que gusta al Esposo, sino la que sabe dejarle a Él la iniciativa,
la que se deja conducir por el Espíritu santificador (Rom 8,14) y reposar
dulcemente confiada en el Esposo, sin pretender, como Eva, “la ciencia del bien
y del mal”, que nos hace rivales de Dios. Bueno es confiar en Dios sabiendo que
todo es para bien. “En la quietud y en la confianza está tu fortaleza” (Isaías
30,15). Ese abandono exige fe y negación de sí mismo porque nada cuesta más que renunciar a conducir
personalmente un negocio que tanto nos interesa, y es contrario a nuestro
orgullo y remitir a Dios el juicio sobre el valor de nuestra vida espiritual.
Así, Dios no permitirá que suceda más que lo que puede sernos útil. María es
receptiva y pasiva, dice: “Fiat. Hágase en mí”.
Los versículos 8 a 17 del capítulo 2 son los más hermosos a
los oídos. La excelencia que el amado ve y atribuye a la persona amada reside,
más que en ésta, en la imaginación de aquél, el cual ve en ella cosas que otros
no ven, y que tal vez no existen. Este fenómeno adquiere su máxima verdad en
Dios Padre, y en Jesús. Nos aman con un amor infinito propio de la esencia
divina. Su amor misericordioso se complace en inclinarse sobre la miseria.
En otro párrafo dice: “Paloma mía, que anidas en las
grietas de la peña, en los escondrijos de los muros escarpados, hazme ver tu
rostro, déjame oír tu voz, porque tu voz es dulce, y tu rostro es encantador”
(2,14). Los místicos lo han comentado. Y así, “las grietas de las peñas”, para
algunos representan las llagas de Cristo y la herida de su costado. Ante una
persecución, el alma no tiene más refugio contra el mundo que ocultarse en el
divino Corazón de Dios. Luego dice la amada: “Déjame oír tu voz”, esa voz vive
plasmada en las Sagradas Escrituras.
Más adelante se expresa la amada: “Me levanté para abrir a
mi amado, y mis manos gotearon mirra (…). Abrí a mi amado, pero mi amado,
volviéndose, había desaparecido” (Cantar
5,5). Al alma –la amada- le parecía más dulce soñar que abrirle la puerta,
luego lo busca y no lo encuentra. Dios ejercita y prueba a sus servidores y
amigos por medio de persecuciones. Es propio del verdadero amor encenderse más
cuanto más y mayores dificultades se le ofrecen y ponen delante, afirma Fray
Luis de León.
La esposa hace luego el elogio del esposo, entonces ellas
(las naciones) se sienten atraídas a buscarlo también. Y en el capítulo VI, el
Esposo hace el elogio de la esposa. ¿Qué atractivos puede hallar Dios en
nosotros? Al remediar el pecado de Adán, en vez de rechazarnos de su intimidad,
buscó un pretexto para unirnos con él, como si no pudiera vivir sin nosotros.
El Esposo dice de la esposa: “Tu cuello es una torre de marfil”. Esa torre de
marfil representaría, según Fray Luis de León, la rectitud y firmeza de los
limpios de corazón.
La Esposa comenta: “Yo soy de mi amado y hacia mí tienden
sus deseos” (7,10). La Vulgata dice: Él
está vuelto hacia mí. Donde vemos que la amorosa providencia que parece
olvidarse de todo el universo para pensar sólo en nosotros. Jesús nos mira como
el enamorado ve a la doncella a quien ama. Dios
nos amó primero (1 Juan 4,10).
El coro dice: “¿Quién es ésta que sube del desierto,
apoyada sobre su amado?” (8,5). Es la plenitud de la felicidad en Dios. Son las
Bodas del Cordero y la Jerusalén celestial anunciadas en el Apocalipsis
(19,6ss; 21,9ss). El gran misterio del cristianismo “es el misterio del
Corazón de Dios” (Pío XII).
Jesús nos ha dicho en el Evangelio palabras de amor que
sobrepasan a todas las del Cantar: “Como mi Padre me ama a mí, así yo los amo a
ustedes” (Juan 15,9). Habla de un amor infinito. Sabemos que el Padre tiene el
Él todas sus delicias (Mt 17,5). Así es el amor que Jesús nos tiene; de allí
que sus delicias sean estar con nosotros (Prov 8,31); y que no sólo nos promete
cuan to le pidamos confiando en Él, sino que ya cumplió dándonos lo máximo, y
así nos lo dijo: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos” (Juan 15,13).
Hemos de esperar “cada hora” el regreso del Señor, y
decirle: “¡Ven, Señor Jesús!”. Deseamos presenciar su triunfo y verlo aparecer
entre las nubes, glorioso (S. Clemente Romano).
El título “Cantar de los cantares” es un
superlativo, como “vanidad de vanidades” (Eclesiastés 1,2). Quiere decir que
esa canción es superior a todas. Ocupa el primer lugar en la literatura mística
de todos los tiempos.
No se exhibe aquí un amor prohibido o culpable, sino una
relación legítima entre esposos. Dios quiere aplicar aquí, a los grandes
misterios de su amor con la humanidad la más vigorosa de las imágenes: la
atracción de los sexos. Sabe que todos la comprenderán porque todos la sienten,
y en ello no ha de verse lo prohibido sino lo legítimo del amor matrimonial. De
este sublime poema se ha dicho: “El que vea mal en ello, no hará sino poner su
propia malicia, y el que sin malicia lo lea buscando su alimento espiritual,
hallará el más precioso antídoto contra la carne”.
Straubinger explica que el misterio que Dios esconde en
este libro no ha sido todavía penetrado en forma satisfactoria. El breve libro
es sin duda el más hondo secreto de la Biblia, por eso es forzoso ser muy parco
en afirmaciones respecto al Cantar. A
pesar de nuestra ignorancia, el divino poema nos sirve para nuestra vida
espiritual pues nos lleva a creer en el más precioso de los dogmas: El amor que
Dios nos tiene. “La fe en el amor de Dios es la que nos hace amar a Dios”
(Julián Eymard). El Cantar nos ayuda
a creer en el amor con que somos amados.
El Cantar empieza
diciendo: “Bésame con el beso de tu boca”. San Bernardo explica que el beso de
la boca del Padre es Jesucristo; pedimos que nos dé su Palabra, es decir, a
Jesús. La Iglesia de la Antigua Alianza suspira por el Mesías, anhelando que el
beso de la Palabra divina, que había recibido de la boca de los profetas, le
sea dado por la boca del Padre. Luego dice la Esposa al Esposo: “Atráeme”. Lo
dice en primera persona porque Dios nos atrae personalmente. “Amad, dice San
Agustín, y seréis atraídos”, y añade el mismo Doctor: “El amor es una palanca
tan fuerte que levanta los pesos más grandes, porque el amor es el contrapeso
de todos los pesos” (De Civ. Dei, II,
28). Jesús dice que nadie puede ir a Él si el Padre no lo atrae (Juan 6,44;
12,32). Es decir, Dios da los primeros pasos. “¡Atráeme!, esta sola palabra
basta”, dice Santa Teresita (Historia de
un alma, cap. X). Se lee en el Cantar:
“corramos”, porque el alma atraída, atrae a otros a ir en pos del más bello de
los hijos de los hombres. No hay otro como él, Rey de reyes y Señor de señores.
Dios “nos ama, no tal cual somos por nuestros méritos, sino
tal como llegaremos a ser por don suyo” (S. Próspero). Para poder escuchar, y
entender y gozar la dicha inefable de este lenguaje, hay que grabar para
siempre en el alma este sello femenino de esposa, y no pretender invertir los
papeles.
La Esposa se desprecia a sí misma llamándose morena (quizás
por el pecado), y alaba al Esposo por su hermosura. “Y Él, que tiene por
costumbre ensalzar al que se humilla, poniendo en ella los ojos como ella se lo
ha pedido, en la canción que sigue la llama blanca paloma” (San Juan de la
Cruz, Cántico Espiritual XXXIV).
“No despertéis… a la amada” (2,7). No es la Esposa
apasionada la que gusta al Esposo, sino la que sabe dejarle a Él la iniciativa,
la que se deja conducir por el Espíritu santificador (Rom 8,14) y reposar
dulcemente confiada en el Esposo, sin pretender, como Eva, “la ciencia del bien
y del mal”, que nos hace rivales de Dios. Bueno es confiar en Dios sabiendo que
todo es para bien. “En la quietud y en la confianza está tu fortaleza” (Isaías
30,15). Ese abandono exige fe y negación de sí mismo porque nada cuesta más que renunciar a conducir
personalmente un negocio que tanto nos interesa, y es contrario a nuestro
orgullo y remitir a Dios el juicio sobre el valor de nuestra vida espiritual.
Así, Dios no permitirá que suceda más que lo que puede sernos útil. María es
receptiva y pasiva, dice: “Fiat. Hágase en mí”.
Los versículos 8 a 17 del capítulo 2 son los más hermosos a
los oídos. La excelencia que el amado ve y atribuye a la persona amada reside,
más que en ésta, en la imaginación de aquél, el cual ve en ella cosas que otros
no ven, y que tal vez no existen. Este fenómeno adquiere su máxima verdad en
Dios Padre, y en Jesús. Nos aman con un amor infinito propio de la esencia
divina. Su amor misericordioso se complace en inclinarse sobre la miseria.
En otro párrafo dice: “Paloma mía, que anidas en las
grietas de la peña, en los escondrijos de los muros escarpados, hazme ver tu
rostro, déjame oír tu voz, porque tu voz es dulce, y tu rostro es encantador”
(2,14). Los místicos lo han comentado. Y así, “las grietas de las peñas”, para
algunos representan las llagas de Cristo y la herida de su costado. Ante una
persecución, el alma no tiene más refugio contra el mundo que ocultarse en el
divino Corazón de Dios. Luego dice la amada: “Déjame oír tu voz”, esa voz vive
plasmada en las Sagradas Escrituras.
Más adelante se expresa la amada: “Me levanté para abrir a
mi amado, y mis manos gotearon mirra (…). Abrí a mi amado, pero mi amado,
volviéndose, había desaparecido” (Cantar
5,5). Al alma –la amada- le parecía más dulce soñar que abrirle la puerta,
luego lo busca y no lo encuentra. Dios ejercita y prueba a sus servidores y
amigos por medio de persecuciones. Es propio del verdadero amor encenderse más
cuanto más y mayores dificultades se le ofrecen y ponen delante, afirma Fray
Luis de León.
La esposa hace luego el elogio del esposo, entonces ellas
(las naciones) se sienten atraídas a buscarlo también. Y en el capítulo VI, el
Esposo hace el elogio de la esposa. ¿Qué atractivos puede hallar Dios en
nosotros? Al remediar el pecado de Adán, en vez de rechazarnos de su intimidad,
buscó un pretexto para unirnos con él, como si no pudiera vivir sin nosotros.
El Esposo dice de la esposa: “Tu cuello es una torre de marfil”. Esa torre de
marfil representaría, según Fray Luis de León, la rectitud y firmeza de los
limpios de corazón.
La Esposa comenta: “Yo soy de mi amado y hacia mí tienden
sus deseos” (7,10). La Vulgata dice: Él
está vuelto hacia mí. Donde vemos que la amorosa providencia que parece
olvidarse de todo el universo para pensar sólo en nosotros. Jesús nos mira como
el enamorado ve a la doncella a quien ama. Dios
nos amó primero (1 Juan 4,10).
El coro dice: “¿Quién es ésta que sube del desierto,
apoyada sobre su amado?” (8,5). Es la plenitud de la felicidad en Dios. Son las
Bodas del Cordero y la Jerusalén celestial anunciadas en el Apocalipsis
(19,6ss; 21,9ss). El gran misterio del cristianismo “es el misterio del
Corazón de Dios” (Pío XII).
Jesús nos ha dicho en el Evangelio palabras de amor que
sobrepasan a todas las del Cantar: “Como mi Padre me ama a mí, así yo los amo a
ustedes” (Juan 15,9). Habla de un amor infinito. Sabemos que el Padre tiene el
Él todas sus delicias (Mt 17,5). Así es el amor que Jesús nos tiene; de allí
que sus delicias sean estar con nosotros (Prov 8,31); y que no sólo nos promete
cuan to le pidamos confiando en Él, sino que ya cumplió dándonos lo máximo, y
así nos lo dijo: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos” (Juan 15,13).
Hemos de esperar “cada hora” el regreso del Señor, y
decirle: “¡Ven, Señor Jesús!”. Deseamos presenciar su triunfo y verlo aparecer
entre las nubes, glorioso (S. Clemente Romano).

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