En la era de la vastedad
El
siglo XX inauguró la era de la vastedad: todos podemos tenerlo todo, y hoy
vemos que hace falta promover una cultura en contra de los excesos.
¿Estamos
gobernando la globalización o la globalización nos está gobernando a nosotros?
La gran crisis hoy no es ecológica, es moral. Ningún bien vale como la vida,
pero si se me va trabajando y trabajando para consumir, puedo perder de vista
la necesidad de tener tiempo para las relaciones humanas, para la amistad, para
el amor para atender a nuestros seres queridos. El hiper consumo hace cosas que
duren poco para que se venda mucho. Se pueden hacer lámparas o focos que
duren más de cien años, pero no son rentables para los comerciantes. No
podemos ser gobernados por el mercado, tenemos que gobernar el mercado. Los viejos
pensadores decían: Pobre no es el que tiene poco, sino el que necesita
mucho.
La
crisis del agua y de la agresión al medio ambiente tiene como causa el modelo
de civilización que tenemos.
Tenemos recursos naturales, pero los estamos dilapidando o vendiendo a
extranjeros.
El materialismo de antes se llevaba a cabo mediante el acaparamiento y,
entonces; pero en este momento el deseo respecto de las cosas no es tanto
poseerlas, sino consumirlas.
Antes del siglo XX, la vida buena era la vida tranquila. Después de 1960
la vida buena es la que cuenta con crecimiento constante de bienes y servicios.
Se empieza a valorar mucho lo exterior: el folleto, la envoltura, la
publicidad. La vida de muchos se resume en: Trabaja,
compra, consume y muere.
Juan Pablo II vio que el consumismo es un modo de vivir que consiste en
que la persona invierte su vida completamente en el afán de tener. El hombre
consumista está impulsado por el deseo de tener y el afán de gozar; quiere
adquirir en exceso toda clase de bienes materiales, se guía por el instinto, no
por la dimensión personal consciente y libre.
Hay hábitos de consumo ilícitos y dañinos a la salud, como la droga, el
juego, el alcohol y la pornografía. Juan Pablo II compara el consumismo a una
nueva esclavitud en la que las personas viven atrapadas por las cosas. Observa
que es una “nueva idolatría” que cancela a Dios del horizonte de la vida. El
consumista pone el eje de su vida en “tener”, y así, entra en una carrera
desenfrenada hacia la riqueza. El consumismo es un moderno paganismo, en el que
el deseo de tener y gozar es la razón de vivir.
Raíces
internas: avaricia. La persona avara
ama y goza los bienes inmoderadamente; el corazón se le desordena y se le llena
de vanagloria. El vano quiere tener
más y mejores bienes para presumir y causar admiración.
Raíces
externas: publicidad, secularismo y
hedonismo. La publicidad muchas veces privilegia la persuasión sobre la
verdad. Lo importante, en la publicidad, es convencer al público de la bondad
de algo, aunque no sea verdad.
Consecuencias
en la persona: Se prepara el ambiente para la indiferencia en la
práctica religiosa, o incluso se fomenta la hostilidad frente a la religión. Esto
constituye un muro infranqueable que provoca angustia, inquietud profunda y
búsqueda de nuevas sensaciones.
El consumismo puede llegar a ocupar el espacio que antes ocupaba la
religión. Antes, los ataques contra la fe venían del exterior, la fe era parte
de la propia identidad. Ahora los ataques a la fe vienen desde dentro del
hombre, porque la posesión de bienes terrenos conduce al ser humano al descuido
de lo trascendente. Hay entonces una ruptura entre la fe y la vida cotidiana. Algunos
acaban manipulando la religión y viéndola como una especie de mercado donde
escogen lo que más les agrade. La inquietud que se vive se manifiesta en
tristeza y hastío, que hace perder toda esperanza.
Otra consecuencia del consumismo exagerado es buscar nuevas y extremas
sensaciones. El hombre consumista considera el sexo como objeto de consumo y
cae fácilmente en el alcoholismo y la
drogadicción, también suele actuar con violencia.
Ante la avalancha de medios audiovisuales, cine, televisión, Internet…,
la inteligencia permanece pasiva y el intelecto no busca la verdad. Con
frecuencia esos medios idiotizan o
narcotizan. Genera personas irresponsables e inmaduras y lleva a la cultura
de la muerte. Entonces se piensa que los hijos son un peligro del que hay que defenderse.
El consumista es egoísta, inmaduro e inconstante, huye de la disciplina,
ve a las otras personas como medios, no como fines, y sólo se esfuerza por
interés propio. En suma, tiende a la decadencia. La conducta de muchos, en la
actualidad, es la de “comamos y bebamos que mañana moriremos”.
Formarse un criterio adecuado para consumir, tener una jerarquía de
valores que distinga lo necesario de lo superfluo. Los verdaderos bienes son lo
que abren horizontes y favorecen el crecimiento personal. No acabamos de entender que fuera
de Dios sólo hay destrucción y muerte, y le echamos la culpa a Dios, cuando
nosotros hemos echado a puntapiés a Dios.
Hay que favorecer un estilo de vida sobrio. La sencillez supone
desprendimiento de lo que se posee, compartir lo que se tiene. La sobriedad y la
moderación consiguen un corazón libre para ayudar a otros. El ayuno y la
renuncia, distanciarse de cosas que sirven al hombre para satisfaces la
sensualidad es aliento para la personalidad. Esto favorece la libertad interior,
facilita una justa relación con Dios.
Una vida sin cultura es una vida superficial. La cultura
pide también formar la conciencia. La juventud necesita el contrapeso de la
religión para poder alejarse de los males. Los jóvenes necesitan saber refutar
los falsos valores de la sociedad.

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