Serenidad
Una amiga comentaba:
—“Durante veinte años eché la culpa de lo que pasaba a mi suegra y a mi
esposo, hasta que me di cuenta de que ¡el problema era yo!”.
Le dije:
—“Ya es ventaja. Pudiste haberte pasado la vida entera repartiendo
culpas”.
Una persona serena da paz y alegría. Escribe San Jerónimo: “Que en toda
acción y en toda palabra tu mente permanezca moderada y tranquila”. También hay
que evitar hasta la apariencia de discusión. “Piensa lo que has de hablar y
procura callar a tiempo”, aconseja San Jerónimo (Epístola 148, 18 y 19).
La vida normalmente tiene problemas, lo malo es problematizarnos. La ilusoria posibilidad de poderlo controlar
todo, al menos lo que a nosotros nos afecta, nos sitúa ipso facto fuera de la realidad. ¿Por qué? Porque no somos dueños
de conducir cada acontecimiento a nuestro gusto.
A veces percibimos algo que nos molesta y que podemos pasarlo por alto o
no. Saber olvidar, en ese caso, no es una manifestación de debilidad sino un
signo de grandeza de ánimo. Tener un listado
de agravios no es recomendable para la salud física y psíquica. Por higiene
mental necesitamos deshacernos de recuerdos que nos traen sufrimiento y que nos
hacen darle vueltas al “yo”. Quien “siembra” pensamientos optimistas y de paz,
eso es lo que “cosecha”.
Estar serenos cuando las circunstancias son adversas, demuestra el
temple de las personas. Hay un axioma en Psicología que afirma que la agresividad es una variable dependiente
de la frustración. El mal humor frustra. Estemos atentos a nuestros
comportamientos agresivos y procuremos evitarlos; de no conseguirlo, no
busquemos la causa en los otros.
Cuando existe una predisposición inmotivada al enfado nos encontramos en
situación de alerta, y por tanto hemos de extremar la prudencia al hablar, para
no caer en ningún desahogo agresivo. “Muestra tener poca inteligencia y mal
corazón quien por no controlarse hace sufrir a los demás. La serenidad hay que
conquistarla, no nos viene dada” (Miguel Ángel Martí).
Uno de los secretos para alcanzar la felicidad es vivir con fruición el momento presente. Conozco a una persona que
disfruta al máximo de la vista de las plantas, de los animales y de las frutas
que come. Lucha diariamente por ser consciente de la belleza que esas cosas
guardan, y así comentaba gozoso: ¡Qué belleza
veo en esta sopa de verduras! La felicidad es más cosa de empeño personal
que de acontecimientos favorables, aunque creamos lo contrario.
Hay que apreciar más nuestro
equilibrio interior que lo que nos viene de fuera. Si nos coge un embotellamiento de tráfico o se nos poncha una llanta, hay que pensar que
eso no nos debe de quitar la paz interior, ya que la serenidad siempre está por
encima de lo que podríamos alcanzar si la perdiéramos. La serenidad valora más
el presente que el futuro. El presente es lo real, el futuro... no sabemos si
llegará, pues nadie tiene la vida comprada.
Lo que nos sucede no siempre tiene el valor que le concedemos, generalmente
exageramos. La serenidad no se deja engañar por espejismos. La paz interior nos
da el mejor don que los mortales podemos esperar: la capacidad de ser lo que
estamos llamados a ser:
contemplativos.
Toda alma
destinada a la gloria eterna puede ser considerada una piedra constituida para
levantar un edificio eterno. El constructor pule lo mejor posible las piedras…
Lo consigue con el martillo y el cincel. Si el alma quiere reinar con Cristo,
ha ser pulida con golpes de martillo y de cincel, que el Artífice divino usa
para preparar las piedras. ¿Cuáles son esos golpes? Las oscuridades, las
tentaciones, las tristezas del espíritu, los miedos espirituales, que tienen un
cierto olor a enfermedad, y las molestias del cuerpo. Son palabras del Padre Pío (Piedras del
edificio eterno).:
Aquello
que no trae calma y serenidad a tu alma, déjalo atrás. No hay precio
más caro que perder la paz.

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