Rabino


 

Durante años prediqué contra Jesús y los cristianos, argumentaba contra lo que consideraba “la mayor mentira de la historia”.

Al paso del tiempo, cuando menos lo esperaba, tuve un sueño y lo vi. ¡No puede ser! Al decir mi nombre, “Eleazar”, lo pronunció de tal manera que supe que conocía hasta la última fibra de mi ser, supe que me amaba y me conocía a fondo. Las lágrimas se desprendieron de mis ojos, me aterré de estar frente a algo tan sagrado, y de ese amor que irradiaba hacia mí, a pesar de todo me mantuve atento. Mi alma reconocía algo que mi mente se había negado a aceptar. Me dijo: “Eleazar, he venido a mostrarte algo”. De pronto, desapareció y me encontré en la oscuridad. Mis ojos, poco a poco se adaptaron a esa oscuridad. Reconocí el Gólgota, el cielo estaba oscuro, aunque era mediodía. De una forma que desafía toda lógica, sentí cada latigazo, cada espina, cada clavo. Lo peor no fue dolor físico, sino cuando vi a la multitud, burlándose, escupiendo. Vi un rostro que me robó el aliento, estuve allí entre los que piden su muerte. “¡No! Yo no estuve allí”. Entonces entendí que cada vez que llamé herejes a sus seguidores clavaba una espina en la cabeza de Jesús, cada vez que argumentaba contra él era un latigazo más que le daba. Cuando traté de borrar su memoria, le clavé un clavo.

“¡Lo siento, lo siento!”, dije. Y él estaba allí, vivo, completo, pero seguían visibles sus horadaciones. Su voz estaba llena de compasión. “Cada sombra de la Escritura habla de este momento, de este sacrificio”.

Desperté en la cama, sudando. Vi mis muñecas, esperando encontrar sangre, pero no la hubo. Raquel se incorporó a mi lado y me preguntó sobre lo que me pasaba. “Estuviste gritando toda la noche”.

No quería enfrentar la verdad, no podía comer, no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía al calvario. Durante una semana no hablé. Finalmente, las palabras brotaron de mí como una represa rota.

Cuando terminé Raquel lloraba en silencio.

- ¿Lloras por miedo o por alivio? Tenía miedo de que el odio te perdiera.

- Necesito respuestas, tiempo. Respondí.

Me interné en el desierto de Judea, donde vivió Juan el Bautista. Portaba lo esencial, mi manto, mis libros. Decidí ayunar para que mi alma pudiera escuchar. Los primeros días fueron tortuosos y las noches, frías. Gradualmente el hambre física comenzó a desvanecerse; y el hambre que me surgió fue de Él. Abrí Isaías 53, y con nuevos ojos leí: “Fue molido por nuestros pecados”. Las palabras tenían su rostro. Lloré, grité al cielo. ¿Cómo he podido ser tan ciego, tan arrogante? Día tras día, mi resistencia se fue quebrando. Al día 38 me desperté al alba, y, por primera vez sentí la verdadera paz. “Yeshúa, tú eres el Mesías. Y yo soy el ciego que no quería ver”. ¡Yeshúa tú eres el Mesías! Cuando te combatía, combatía la Verdad.

En Jerusalén pregunté por los nazarenos. Finalmente, un anciano me preguntó con cautela.

- ¿Por qué los buscas?

- Porque necesito saber si lo que viví fue real.

Me dio una dirección. Un joven abrió la puerta, y escuché su voz.

- Por favor, suplicó que me orienten, Yeshúa vino a mí y ahora no sé qué hacer.

Allí estaba Pedro, el pescador, el hombre al que desprecié. Me miró con compasión ─Pensará que tal vez sea una estrategia para engañarlo.

- Intenté destruir todo lo que ustedes predican, pero Yashúa me enseñó el calvario…

Pedro puso sus manos sobre mis hombros; de reojo, vi que también lloraba. Me respondió: “Todos hemos negado al Maestro. Entiendo tu lucha, Eleazar”. Fue su actitud lo que me convenció. ¿Han visto algo tan real? La fe dejó de ser un sermón, la fe tiene un rostro, el de Yeshúa.

Una semana después camino al río Jordán para recibir el Bautismo. El agua fluía con suavidad. Pedro caminaba a mi lado, Raquel también. Un pequeño grupo nos acompañaba, cantando cantos en voz baja. La gracia es desconcertante. Pedro entró al agua conmigo y me bautizó. Confieso que Yeshúa es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Me sumerge bajo el agua. El mundo desaparece. Ahí fue el entierro de Eleazar, el cazador de herejes. Después el sol me pareció más brillante. Mi corazón latía con ternura. Raquel, al escuchar el relato me abrazó. “Nunca te abandonaría. Ahora tengo al hombre con quien me casé”.

Tres días después regresé a la sinagoga, donde fui admirado. Cuando entré, todos me miraban con sonrisa de bienvenida. Me paré frente a la asamblea con las piernas temblando. Hablé… algunos asienten…, pero estaba equivocado. Yeshúa es el Mesías, es el cumplimiento de cada profecía, y yo lo rechacé.

Gamaliel se levantó, su rostro estaba pálido, rasgó sus vestiduras. Sabía que esto sucedería, algunos escupen, otros me miran con disgusto. Pierdo a mis amigos. Pero por primera vez siento paz, sé que he cambiado el favor de los hombres por el favor de Dios.

Han pasado tres años. Ahora soy el predicador del Mesías. Reconozco rostros de mi antigua vida, pero también veo rostros que dudan. Mi voz se quiebra cuando leo a Isaías. ¿Cómo puede Israel llevar su propio pecado? He aprendido a no dejarme intimidar. No soy traidor, soy fiel a las promesas hechas a nuestros padres. Cuando finalmente el Mesías vino, lo rechazamos.

Vino un judío anciano: “Eras el más brillante, ¿cómo pudiste caer en este engaño?”. Él es misericordioso. “Si aceptamos esto, todo cambia”. Le dije: “Sí, pero no se destruye, se cumple. Cada cordero de Pascua habla de Él”. Algunos lloran porque dudas secretas encuentran voz. Raquel me espera: “¿Cómo te fue hoy?”. Le dije: “Tres personas confesaron a Yeshúa”. Gané algo infinitamente más valioso. Encontré lo que mi alma anhelaba. Le dije a Jesús: “Gracias por no rendirte, por perdonarme, por amarme cuando yo te odiaba”. Él no vino sólo por los justos, vino por los quebrantados, los perdidos, los que construyeron muros.

FUENTE: Testimonios de esperanza. Rabino judío predicaba contra Jesús. https://youtu.be/q2bwv9dX-MA

 

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