Dar un giro copernicano
Una madre preocupada por el egoísmo reconcentrado
de su hija quinceañera la reprendió:
- Hija, no seas así, ¡no debes sentirte el
centro del mundo!
Entonces la hija pequeña de cinco años
replicó:
- ¡Claro!, no debes sentirte así, porque ¡yo
soy el centro del mundo!
Madre e hija rieron a carcajadas con la
ocurrencia de la menor.
Eso me recordó una lectura que hice
recientemente donde Ratzinger explica una verdad muy profunda: La realidad
muestra que todos y cada uno nos sentimos el centro del universo. Todos
nosotros tenemos esa ilusión innata en virtud de la cual cada uno considera el
propio yo como punto central en torno al cual tiene que girar el mundo y los
seres humanos. Todos hemos de descubrir continuamente que solo construimos y
vemos las cosas y a las demás personas en relación con el propio yo, que las
consideramos como satélites que giran en torno al punto central que es nuestro
yo. Ser cristiano es muy revolucionario. Consiste en realizar e giro copernicano
y en dejar de considerarnos el punto central del mundo alrededor del cual
tienen que girar los demás, porque, por el contrario, empezamos a afirmar con
toda seriedad que somos una de las muchas criaturas de Dios, que se mueven
juntas en torno a él, que es su centro.
La
revolución copernicana o giro copernicano ha pasado a ser popularmente sinónimo
de cambio radical en cualquier ámbito.
Ser cristiano significa tener amor. Esto es
enormemente difícil y, al mismo tiempo, enormemente sencillo. Ser cristiano
significa realizar el giro copernicano de la existencia, por el cual dejamos de
considerarnos el punto central del mundo y de hacer que los demás giren sólo a
nuestro alrededor. Ahora bien, el experimentarlo constituye un conocimiento
hondamente liberador pero también es algo abrumador. Pues, ¿quién de nosotros puede
decir que nunca ha pasado de largo junto a una persona hambrienta o que nos
necesitaba? El mensaje cristiano puede resultar también opresor.
En este punto interviene la fe, que nos dice
que Dios ha derramado en abundancia su amor sobre nosotros y de este modo ha
cubierto de antemano nuestro déficit. Creer significa admitir que tenemos ese
déficit. “La fe es aquel punto del amor donde reconocemos que también nosotros
necesitamos que nos obsequien”. La fe consiste en “superar la autocomplacencia.
Únicamente en una ‘fe’ así se pone fin al egoísmo, que es el auténtico polo
contrario del amor”. El amor es la apertura de quien no se basa en sus propias
capacidades, sino que sabe que está necesitado, que su propia persona es fruto
del don.
Rechazar a Cristo significa rechazar la fe
y el amor. “El cristiano es el ser humano que no calcula, sino que hace lo
sobreabundante (…). Busca el bien sin hacer cálculos”. Sabe que tiene defectos,
“pero es magnánimo con Dios y con los seres humanos, porque conoce hasta qué
punto vive de la magnanimidad de Dios y de su prójimo. Tiene la magnanimidad de
quien sabe que es deudor de todos. La estructura fundamental que hemos
descubierto con la idea de la sobreabundancia configura toda la historia de
Dios con el ser humano”.
“El milagro de Caná y el milagro de la
multiplicación de los panes son signos de la sobreabundancia de la magnanimidad,
que es la esencia de la actividad de Dios”. Esa actividad por la que Dios se
entrega a sí mismo para salvar a esa “caña pensante”, que es el ser humano y
llevarlo hasta su meta, ese acontecimiento inaudito escapará siempre a la razón
calculadora del pensador correcto.
Desde este conocimiento se vuelve clara no
sólo la estructura de la creación y de la historia de la salvación, sino
también el sentido de la exigencia que nos plantea Jesús, tal como se presenta
en el Sermón de la Montaña. “Dios nos ama, no porque seamos particularmente
buenos, nos ama porque él es bueno” (cfr.
Joseph Ratzinger, El Credo, hoy,
SalTerrae, Santander 2013, pp. 13-18 y passim).
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